martes, 20 de diciembre de 2016

RELATOS NAVIDEÑOS.

Un gato en Nochebuena
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz

¿Ya escribió su cuento de Navidad de este año, Enrique?, me preguntó días pasados Tony Balthares mientras tomábamos un café en el patio de comidas del ornamentado Shopping Los Gallegos. Le confesé que no, que aún no se me había ocurrido ninguna idea original y que ya casi no me quedaba tiempo. No se preocupe, me alentó, yo le voy a contar una historia para que la escriba. Es una historia real: yo la viví en la víspera de Navidad de 1995.
Al principio lo escuché con cierto egoísmo literario, con esa frialdad escudriñadora con que solemos olisquear la vida y el alma de los demás quienes tenemos el vicio de contar historias. Pero a medida que su relato se fue corporizando en imágenes vívidas y conmovedoras, esa  impertinencia profesional cedió ante un raro hechizo que todavía no me ha abandonado, producto tal vez del clima navideño que todo lo transforma y lo purifica.
Esto es lo que me contó Tony Balthares:
“Mi esposa y yo estábamos desesperados. Darío, nuestro hijo menor que entonces tenía tan sólo siete años, había enfermado repentinamente de difteria, pero el pediatra pensó que eran anginas y no le dio importancia. Vi con espanto la palidez del médico cuando advirtió su error de diagnóstico. Demasiado tarde, Darío agonizaba.
“Cuando sucedió lo que le voy a contar era Nochebuena, y nuestro pequeño llevaba no sé cuántos días internado, en coma y con respirador artificial. Mi esposa y yo no nos movíamos del hospital. Ese 24 de diciembre yo volví a casa para atender a nuestros dos hijos más grandes (que entonces tenían nueve y doce años) y permitir que mi suegra se fuera a descansar. Les serví una cena sencilla y los mandé a ver televisión a su dormitorio. Los viera, pobrecitos, era la primera Nochebuena que no tendrían festejos ni regalos. La enfermedad de su hermanito los tenía mal, pero también estaban desorientados por el contraste para ellos incomprensible de vivir aquella víspera de Navidad como si fuera una noche más, tan agobiante y luctuosa como las anteriores (y sin su madre en casa)­, mientras los alegres vecinos se reunían ruidosamente y los anuncios televisivos multiplicaban sus arrolladores mensajes de alegría navideña.
“Atormentado, salí a caminar por el parque a oscuras. Las casas vecinas estaban intensamente iluminadas con las clásicas guirnaldas en aleros y mojinetes. Miré con amargura el enorme cedro que yo adornaba todos los años con lámparas de colores y que había sido el símbolo navideño del barrio. ¡Cómo habían disfrutado los chicos viéndome trepado a las ramas más altas instalando con entusiasmo las interminables diademas luminosas! Yo les había contado la fábula de que iluminando el árbol del jardín orientábamos a Santa Claus en su vuelo desde el Polo Norte. Me había ocupado de alimentar este ensueño en el corazón de nuestros tres hijos. Aún Rosendo, el mayor, que ya en la última Navidad no creía en esas fantasías, se había dejado seducir una vez más por la ilusión. ¡Cómo esperaban el momento mágico en que, caída la noche, una semana antes de la Navidad, encendíamos las cuarenta lámparas de colores coronadas por una estrella parpadeante en la punta del cedro!
“Todo el jardín quedaba tenuemente iluminado, y en varias ocasiones, cuando el buen tiempo veraniego lo permitió, habíamos celebrado la Nochebuena bajo las estrellas, al pie de ese árbol rutilante.
“El cedro estaba ahora en sombras. Era la primera vez en años que ese noble ejemplar quedaba desnudo en una Nochebuena, y esa percepción desoladora aumentó mi congoja. Darío podía morir en cualquier momento, quizás esa misma noche, la noche en que Jesús venía al mundo para salvarnos. Sentí rabia e impotencia. Me senté en el banco de mármol del jardín y quedé inmóvil contemplando la mole negra cuyo follaje se balanceaba pesadamente al impulso de fuertes  ráfagas.
“Quise hablar con Dios pero no pude. Quise rezar, rogarle al Supremo que no se llevara a Darío, que le concediera la oportunidad de vivir. Pero me parecía que era como hablarle al viento, o a ese lóbrego árbol, cargado ahora de sombras y presagiantes murmullos.
“Una furiosa marea de resentimientos venía volteando uno a uno los antiguos y ahora carcomidos pilares de mi fe, que se fragmentaba y se caía en pedazos dolientes sobre esas convulsas aguas. Esa noche estallé en injustos denuestos contra el Creador: ¡Dónde estás cuando te necesito!, grité con rencor y desesperación. ¡Dónde estás! ¡Maldición, dónde estás…! ¿O es que nunca has existido? Y lloré con el desconsuelo de quienes en la adversidad padecen la ausencia de Dios. Comencé a temblar, mis dientes castañeteaban en lúgubre tamborileo.
“En eso vi acercarse a mi gato Byron. No le hice mucho caso. Pobre Byron ─pensé compadecido, emergiendo un poco de mi ensimismamiento─, él también está desconcertado por todo lo que ocurre en la casa. Ya no le hablamos ni lo mimamos, y a veces hasta nos olvidamos de darle de comer.
“Venía caminando derecho hacia mí, con la cabeza gacha y su peculiar paso lento y cansino. Era un gato gris y blanco de abundante pelaje, ya viejo, que estaba en la casa desde mucho antes de nacer nuestros hijos. Yo mismo lo había recogido de la calle cuando era un cachorrito abandonado, hambriento e indefenso. Saltó con dificultad sobre mis rodillas y allí se repantingó con un sonoro y amigable ronroneo. Lo acaricié y le hablé:
“─¿Viste lo que le pasa a Darío, Byron? Lo vamos a perder. Él te quiere mucho, ¿sabés? ¿Por qué Dios permite que lo perdamos? ¿Dónde está Dios, Byron?
“Y fue en ese momento cuando sucedió. El gato se sacudió con un fuerte temblor, cambió enérgicamente de posición, se sentó sobre mis rodillas con su cara hacia mí, puso una de sus patitas sobre mi pecho y me miró a los ojos con sus grandes pupilas dilatadas. Me sobresalté: aquélla no era la mirada habitual de Byron. Eran ojos inteligentes, infinitamente dulces y dotados de una expresividad fascinadora. Esos ojos me estaban queriendo decir algo. Experimenté mil extrañas sensaciones en ese confuso y raro instante. Al principio no pude saber qué era lo que me pasaba, pero pronto lo comprendí: ¡Quien me miraba a través de los ojos del gato era… el Niño Jesús! ¡Él estaba allí, a mi lado, infundiéndome ánimo y esperanzas! ¡Vino hasta mí desde su humilde cuna de Belén  para devolverme en esta Nochebuena la gracia de la fe!
“Miré con devoción esos grandes ojos amarillos iluminados por la luna y leí en ellos el mensaje más hermoso que recibiré jamás: “Yo estoy aquí, a tu lado, no te he abandonado”
“─Gracias, pequeño Dios ─le dije emocionado a mi viejo gato mientras lo abrazaba y estrechaba su peluda cabezota sobre mi mejilla. Byron se escabulló de mis brazos y se perdió  en la oscuridad.
“Corrí hasta la casa. Mis hijos todavía no se habían acostado y miraban una película. ¡Chicos, vamos al hospital! ─les dije con un alborozo que ellos no podían comprender─, ¡vamos a festejar la Nochebuena con mamá y Darío!
“Por el camino les conté lo de Byron y no tardaron en contagiarse de mi arrebato. Llegamos al hospital cerca de medianoche, hora sin duda inapropiada para las visitas, pero el custodio me conocía y por ser Nochebuena nos dejó entrar. No está aquí, me informaron en la sala de terapia intensiva, creo que se lo llevaron al tercer piso. ¿Por qué, qué pasó?, pregunté ansioso. No sé señor, yo recién tomo mi guardia. Bajamos corriendo las escaleras. Mi esposa estaba en el pasillo intentando comunicarse conmigo desde un teléfono público. Sorprendida al vernos, corrió hacia nosotros y atropelladamente, entre risas y sollozos, nos dio la noticia: ¡Darío despertó, salió del coma! ¡Le sacaron el respirador y habló, pidió su regalo de Nochebuena! ¡Está fuera de peligro, Tony, está fuera de peligro!
“Entramos en la habitación. Darío, pálido y demacrado pero animoso, estaba sentadito en la cama. Nos recibió con una sonrisa y nos mostró los regalos de Santa Claus: unos lápices de colores y un autito que le habían conseguido las bondadosas enfermeras. Abracé a mi hijo en silencio y lo retuve contra mi pecho no sé cuánto tiempo. No podía separarme de ese cuerpito tibio y extremadamente delgado que había regresado milagrosamente a nosotros.
“─Papi, ¿dónde se metió Byron? ─me preguntó al oído con una débil vocecita.
“─¿Byron…? ─respondí extrañado─. Se quedó en casa, vos sabés que aquí no dejan entrar a los animales…
“─Pero él entró igual ─replicó con una sonrisita cómplice─, es muy astuto, estuvo conmigo hace un ratito y yo lo escondí dentro de mi cama, en la otra sala.
─¿Ah…, sí? ─atiné a decir confundido ─¿Y qué… hacía Byron acá?
─Vino a decirme que me despertara, porque ustedes iban a venir a festejar la Nochebuena conmigo.


 

 Un ángel en Navidad
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

Lo que le pasó a Leonor
Soy una mujer irremediablemente ingenua; por eso a mi edad me siguen ocurriendo estas cosas. El señor tenía cara de bueno; vestía humildemente… tal vez algo desaliñado y sucio. Pero a mí me cayó bien.
Hacía una media hora que recorría los escritorios cuando se acercó a mí.
─¿Usted es la señora Leonor? ─me preguntó respetuosamente.
─Sí… ¿qué desea?
─Soy  amigo de Beba, la recepcionista, y ando ofreciendo pescado fresco. Lo llevo a domicilio. Tengo muy buenos precios.
No sé… ─vacilé─, en este momento…
─Vea, acá varias chicas me han hecho pedidos… como soy amigo de Beba ¿vio?
Recordé que faltaban tres días para Nochebuena y todavía no había decidido qué iba a preparar para la cena. Se me ocurrió una idea.
─¿A cuánto tiene el filete de lenguado?
─Seis pesos el kilo.
Era barato. Le encargué dos kilos de lenguado. Se comprometió a llevármelo a mi casa el 24 por la tarde. “¿Tendría inconveniente en pagarme ahora?”. Vaya pretensión, pero tratándose de un amigo de Beba accedí y le di el único billete de veinte pesos que me quedaba. “Ay, Leonor, no tengo cambio. ¿Me espera? Ahora mismo le consigo los ocho pesos. Y yo, en uno de mis habituales alardes de candidez: “Sí, hombre, no hay problema”.
Pasaron diez o quince minutos. “¿Alguien vio al señor del pescado?”, oí preguntar a una de las empleadas. Había desaparecido. Las suspicacias alcanzaron el rango de serias sospechas cuando Beba, indignada, nos dijo que casi ni lo conocía, que lo había tratado una vez y por razones de trabajo.
A pesar de todo, como yo soy inagotable en mi credulidad, seguí confiando en que el hombre me llevaría el pescado y mis ocho pesos.
Llegó el atardecer del 24 y yo todavía esperaba mi lenguado.
Se hizo de noche y en casa no habíamos preparado nada, ¡y a las diez vendrían ustedes a pasar la Nochebuena con nosotros! Estaba terriblemente deprimida y furiosa.
Cuando la mujer que trabaja en casa me sacudió con un “¡Leonor, tiene que hacer algo!”, me levanté del sofá de un salto. Angustiada tomé la súbita y casi desesperada decisión de ir hasta una rotisería cercana para comprar algo preparado. El corazón me martillaba el pecho al cruzar la avenida. ¡Era Nochebuena y seguramente ya no encontraría ni un miserable pollo al espiedo! ¡Qué estúpida y humillada me sentía! Tan ensimismada estaba en mi exasperación que crucé la avenida sin ver los potentes faros del automóvil que acababa de doblar en la esquina a toda velocidad.
Lo que le pasó a Ernesto Farías
En una desordenada habitación de su modesta casa, Ernesto Farías, un hombre solitario de unos sesenta años, desaseado y con una barba de tres días, se desvestía para acostarse.      
Era Nochebuena y quería sustraerse de los molestos y ajenos festejos. Cada tanto se oía el estallido de algún petardo y animadas salutaciones de los vecinos. “¡Bah, Nochebuena! Espero que me dejen dormir…”, pensó malhumorado. Se metió en la cama y antes de apagar la luz miró como al descuido la fotografía de Gaby, su ex mujer, y Nancy, la hija de ambos. Contempló con tristeza la tierna expresión de la jovencita que en el retrato tendría unos dieciséis años. “Dónde estará esta mocosa”, dijo en voz alta. Movió la cabeza con amargura y se durmió.
Se despertó sobresaltado. Una luz muy suave y ondulante rompía tenuemente la oscuridad de la habitación. “¿Se incendia la casa?”, pensó. Iba a saltar de la cama cuando oyó que alguien pronunciaba su nombre:
─Ernesto.
─¿Quién… quién es…?─preguntó aterrado.
─Aquí estoy… ahora me podés ver.
Paralizado por el miedo, Ernesto vio corporizarse lentamente un contorno humano. Era un hombre bastante viejo, de aspecto cansado y achacoso, que lo miraba fijamente sentado en una silla al pie de la cama y con sus manos apoyadas en un bastón.
─¿Cómo entró aquí? ¿Qué quiere? No tengo dinero…
─No soy un ladrón. Mi nombre es Comante, soy… ya sé, no me vas a creer, pero, en fin, te lo tengo que decir… soy un ángel de la Navidad.
─¿Un ángel de la Navidad…?
─Sí, también soy ese amigo imaginario que juega y conversa con los niños; el mismo que se le apareció a José cuando María estaba encinta, supongo que has leído los Evangelios.
─Sí, pero…
─Lo de José se los digo a todos; si él me creyó no veo por qué ustedes, cuando son adultos, siempre tienen que dudar.
Comante parecía un viejo cascarrabias y se notaba que estaba fastidiado. Ernesto había perdido la fe desde que su mujer lo dejó. Pero aquella curiosa aparición le devolvía por lo menos su antigua atracción por lo misterioso y sobrenatural.
─¿Qué es lo que quiere?─ atinó a preguntar.
─Mirá, no sé bien lo que quiero. Tal vez desahogarme mostrándote lo que has hecho con tu vida y con la vida de los demás.
─Yo no he hecho nada, más bien he sido víctima de los otros.
─Has estado estafando a gente buena.
─¿Por lo del pescado?─ Ernesto rió. Se sentía algo más tranquilo; el viejo aquel, ángel o lo que fuera, no parecía peligroso─; bueno, no digo que estuvo bien, pero tengo que vivir. Perdí mi empleo en la pescadería. No es tan terrible lo que hago, no mato a nadie…
─Has matado a una mujer. 
─¿Qué está diciendo…?
─Una mujer que engañaste yace ahora en el medio de una avenida. Murió por tu culpa, como consecuencia indirecta de ese fraude.
─¿Quién es esa mujer?
─Se llama Leonor y vos tenías que llevarle pescado para la cena de esta noche.
─Leonor… Leonor… ¡Ah, sí!, ya sé quién es. ¡Dios santo! ¡Qué fue lo que pasó!
Comante le relató brevemente lo ocurrido.
─Bueno, lo lamento, pero esa no fue mi intención.
─Tampoco tuviste intención de ofender a Gaby, pero lo hiciste.
─¿Gaby…? ¿Qué tiene que ver mi esposa con esto?
─Todo lo que hacen ustedes los humanos está insidiosamente relacionado. Si actúan mal, las consecuencias se encadenan hacia el desastre. Nada bueno deriva de una mala acción.
─Pero fue ella quien me abandonó, yo no le hice nada.
─No es cierto, Ernesto, cuando tu hija Nancy tuvo aquella crisis por sobredosis, vos estabas con otra mujer y ella lo sabía…
─¿Gaby sabía… lo de… Marisa?
─Lo sabía pero se lo guardó, no quiso atormentarte, porque lo de tu hija era ya suficiente tragedia para ambos. Cuando finalmente Nancy abandonó el hogar para irse con el delincuente que la corrompió, el corazón se le partió, pero todavía te tenía a vos y trató de seguir adelante. ¡Pobre infeliz!, al año se enteró de otra infidelidad tuya. Eso no lo soportó y se fue.
─Pero nunca me dijo nada… Un día encontré una nota en la que me decía que se iba de casa, que eso iba a ser mejor para los dos. Yo pensé que tenía otro hombre.
─¿Ah, sí, otro hombre? Te daría un bastonazo… ¡La juzgaste según tu propia conducta! Ella esperó que la buscaras y le pidieras perdón.
─Entonces ella…
─Nunca dejó de quererte.
─¿Dónde está? Tengo que ir a buscarla.
─Es demasiado tarde, Ernesto. Ahora deben de estar levantando el cadáver de Leonor. Si hubieras sido honrado siquiera por una vez, yo te habría ayudado. ¡Pedazo de cabrón, me arruinaste la misión! Yo tenía un plan para tu reencuentro con Gaby en esta Nochebuena. No por vos, que no te lo merecés, sino por ella… y por alguien más…
Ernesto se cubrió el rostro con las manos. Comante lo contempló en silencio. Durante algunos minutos sólo se oyeron los distantes gritos de los chicos del barrio con su pirotecnia.
─Yo no era un sinvergüenza─ dijo por fin Ernesto apesadumbrado─. Engañé a mi esposa, es verdad, pero fue algo más fuerte que yo. No nos llevábamos bien…, ella no se interesaba por mí ni parecía necesitarme.
─Grandioso, Gaby pensaba lo mismo de vos…
─Los problemas con mi hija creaban continuas discusiones. Ninguno escuchaba al otro. Yo había conocido a Marisa en un momento de confusión… Marisa era una clienta… linda mujer.  A ella sí le llevé el pescado. Era un hermoso palo rosado… Ella, contenta, lo quiso agarrar, pero no sé qué pasó, si fue un descuido o qué, ella me agarró… la mano; se puso colorada y de los mismos nervios no la soltaba. Ahí nomás yo… ¿Usted no habría hecho lo mismo? Perdone… es un decir, no quise… Bueno, después tenía que llevarle pescado gratis cada semana.
─Pescado  que le robabas a tu patrón.
─Era del que no se vendía, un poco pasado. Cuando sucedió lo de Nancy, me sentí culpable y largué. Nuestra hija no se encarriló. Un buen día, ¡ay Dios, cómo nos insultó! Agarró sus cosas y se fue de casa. Ella no era mala, se volvió así por la droga. Eso terminó de arruinarnos la vida. Ya ni nos hablábamos. Tuve un par de escapadas, nada serio, siempre con mujeres de la calle… Ellas al menos me escuchaban, y hasta se reían de mis chistes de pescadero: A ver, ¿cuál es el pez que usa corbata?  El pes… cuezo.
Ernesto rió como un chico mientras el ángel, con cara de sufrimiento, alzaba los ojos al cielo. Su risa se apagó enseguida.
─Cuando Gaby me dejó descubrí cuánto la necesitaba. Quedé en el suelo como bolsa vacía, incapaz de mantenerme derecho. Entonces me volví un pillo.
─Tus bribonadas causaron mucho daño. Pero ahora has provocado una muerte. Eso no tiene perdón.
Ernesto, abrumado,  bajó la cabeza. El ángel suspiró.
─Y yo que pensaba darte una mano. ¡Mirá que sos difícil!
─Tal vez… ¿un milagro…? ─murmuró tímidamente.
─¡Un milagro! ─bramó el viejo─ ¿Te atrevés a pedir un milagro?
─No por mí, por esa pobre mujer digo. Cuando yo era chico mi madre me decía que en Nochebuena ocurren milagros…
El ángel pareció dulcificarse.
─Estamos en Nochebuena, es verdad, casi lo estaba olvidando; yo mismo estuve en aquella gruta de Belén, la noche más maravillosa de la historia…
Comante hizo silencio, miró largamente a Ernesto y luego de escudriñar su mirada triste y cansada exhaló un resignado y sonoro suspiro.
─ En fin, tu madre tenía razón, en cada Navidad nos está permitido a los ángeles hacer un pequeño milagro. Sólo uno, y bien justificado. Pero lo que no puedo hacer es resucitar a un muerto, eso sólo lo hace Dios.
El ángel quedó pensativo. En eso sus ojos brillaron astutos.
─Hay sin embargo una travesura celestial que está a mi alcance: hacer retroceder el tiempo, no mucho, para no causar trastornos paradojales en la historia, quizás un par de horas, tres a lo sumo, lo suficiente como para que puedas comprar ese dichoso lenguado.
─¿Y dónde consigo un lenguado a esta hora?
─Ese es un problema tuyo… pero puedo darte una mano. Te sugeriría que te bañes y te afeites rápido…

Leonor termina su relato
Pero tranquilícense, lo de los faros del automóvil que se me vino encima debió de haber sido una alucinación producto de mi estado de ánimo, porque de pronto volví a la realidad y estaba todavía en casa, con el monedero en la mano, preparada para salir a comprar algo en la rosticería de la otra cuadra. En eso llamaron a la puerta. Le pedí a Gaby que atendiera, que probablemente fuera el hombre del pescado. Gaby es la señora que trabaja en casa.
Hice una llamada telefónica y me entretuve en varias cosas. Gaby no había regresado. Comenzaba a inquietarme por esta demora cuando la mujer entró en la cocina con un paquete y una expresión radiante en el rostro. Leonor, era el señor del pescado. Me dejó este paquete y los ocho pesos de vuelto. Bueno, comenté yo aliviada, menos mal, después de todo cumplió. Hay que apurarse a preparar la cena que están por llegar los invitados. Y Gaby que me sorprende diciéndome: Ay, Leonor, me tengo que ir, no me quedo a cenar con ustedes… Pero Gaby, ¿adónde piensa ir sola? Y ella me contesta con voz exultante: Recibí una invitación, Leonor, mañana le explico.
                                                                                                      
El ángel cuenta como completó su pequeño milagro
Bueno, finalmente lo logré. Ernesto y Gaby se citaron esa Nochebuena en un supermercado del centro y con el poco dinero que tenían compraron algunos alimentos y dos botellas de sidra. Fueron rápidamente a la casa.
A las once habían limpiado y ordenado el pequeño comedor. Tendieron sobre la mesa el gastado mantel navideño estampado con hojas de muérdago y armaron el pesebre con viejos y cascados muñequitos de yeso, entre los cuales, ¡ay!, estaba yo en mi clásica e insoportable réplica, con esas ridículas alas y bucles rubios que jamás tuvimos los ángeles.
─Gracias por haberme perdonado─ le dijo Ernesto a Gaby.
─Estuve muy triste lejos de casa. Si supieras cuanto deseaba que me buscaras y te disculparas conmigo.
─Bueno, eso ya pasó. Ahora estamos otra vez juntos.
─¿Supiste  algo de Nancy?
Ernesto se puso serio y bajó la mirada.
─No, tampoco la busqué, quién sabe dónde anda…
─Pobrecita… la extraño y la quiero a pesar de todo. Pero ella es libre de elegir su vida.
Se habían sentado a la mesa cuando oyeron un taconeo lento y vacilante en la vereda, un corto silencio y luego unos golpecitos tímidos en la puerta.
─¿Quién será? ─dijo Ernesto levantándose de la mesa.
Entreabrió la puerta con precaución y vio a una mujer joven con un bebé en brazos. Al primer vistazo no la reconoció.
─Hola papá… ¿cómo estás?
─¡Nancy!
─Feliz Nochebuena… ¿Puedo… puedo volver a casa?
─Por supuesto, hija… ¡Gaby, es Nancy!
Gaby corrió a la puerta y se abrazó con su hija.
─¿Y este hermoso bebé, es nuestro nieto?
─Sí, se llama Ernesto, como su abuelo ─dijo Nancy sonriendo con alivio por la cálida y para ella inesperada acogida que le daban sus padres.
─Pasá, pasá… –atinó a indicarle Ernesto a su hija─. Esta es tu casa, y nosotros somos tu familia.
Era mi hora de regreso. La Nochebuena, ya caudalosa e incontenible, se derramaba sobre la ciudad anegando todos los vacíos de las almas con su tibio y confortante misterio.

La verdadera historia de Papá Noel

Recopilación de leyendas y hechos históricos
Texto: Enrique Arenz


Papá Noel, el simpático personaje que aman todos los niños del mundo y que según una antigua leyenda reparte regalos en Navidad desde un trineo volador, fue un personaje real hace mil seiscientos años. ¡Y fue quien hizo el primer regalo navideño de la historia!
Trescientos años después de Cristo, en la ciudad de Mira (donde actualmente está Turquía), un anciano llamado Teófilo estaba desesperado. En su juventud había sido un distinguido caballero que prestó honoríficos servicios al Estado, pero por su honradez terminó olvidado y en la mayor pobreza.
A causa de su situación no podía casar a ninguna de sus tres hijas. Eran épocas en que ninguna mujer se casaba si su padre no disponía de cierta cantidad de dinero para entregar como dote al futuro marido. Teófilo sabía que a su muerte sus hijas quedarían desamparadas.
De estos avatares se enteró el obispo de la ciudad de Mira, llamado Nicolás.
Nicolás era un obispo muy querido por su bondad y humildad. Decidió ayudar a Teófilo, pero de manera anónima, de acuerdo con lo que él siempre predicaba: “Las obras de caridad no deben darse a conocer”.
Al acercarse la Navidad, el obispo vio la ocasión ideal para materializar su ayuda. En una de sus homilías, habló acerca de los milagros de Navidad y recomendó a los fieles que oraran y pidieran ayuda a Jesús. Teófilo y sus tres hijas, que estaban como siempre en la misa dominical, cumplieron con la recomendación.
En la noche de la Navidad del año 317, el obispo Nicolás se acercó sigilosamente a la vivienda del anciano y arrojó por una ventanita una pequeña bolsa con monedas de oro.
Nicolás acababa de hacer el primer regalo de Navidad.
Teófilo y sus hijas no lo podían creer. Corrieron a ver al obispo para anunciarle que se había producido el milagro de Navidad que  habían pedido. Seis meses después, Teófilo casó a su hija mayor.
Al año siguiente Teófilo y sus hijas oraron por otro milagro de Navidad y Nicolás repitió su anónimo acto de caridad. El anciano pudo casar a su segunda hija.
Teófilo estaba feliz e intrigado al mismo tiempo. Sabía que se trataba de un milagro, pero, se preguntaba, ¿quién era el encargado de realizarlo? ¿Acaso un mensajero celeste? Comentó el suceso con sus vecinos y por ellos vino a enterarse de que otros hechos similares e igualmente misteriosos habían beneficiado en Navidad a personas necesitadas.
El viejo hidalgo no se quedó tranquilo. Estaba convencido de que en la próxima Navidad se repetiría el milagro en beneficio de su tercera hija, y como era un hombre agradecido quería saber a quién debía expresar su gratitud por tanta bondad. Cuando llegó la noche de Navidad se quedó espiando y sorprendió al obispo de larga barba blanca que desmontó de su burro frente a su casa, se acercó a la ventanita y arrojó la bolsita con las monedas de oro.
Teófilo, conmovido hasta las lágrimas, cayó de rodillas ante su benefactor y besó sus manos.
―Venerable padre… ¡usted…!
─Me has descubierto, Teófilo ─dijo riendo el obispo mientras ayudaba al anciano a ponerse de pie─. No digas nada. Prométeme que guardarás el secreto.
─Pero venerable padre, ¿por qué? ─balbuceó Teófilo─ ¿Por qué se desprende usted de su dinero para ayudarme?
El obispo sonrió, besó al anciano y le dijo simplemente:
─Porque hoy es Navidad.

Según cuenta la leyenda, el secreto no pudo guardarse y Nicolás dedicó el resto de su vida a llevar obsequios a los niños y a los pobres cada día de Navidad.
El obispo falleció el 6 de diciembre del año 345, y sus restos fueron sepultados en la ciudad de Mira. Pero cuando en 1087 esta ciudad cayó en manos de los musulmanes, un grupo de cincuenta marineros italianos devotos del santo a quien atribuían famosos milagros a favor de los náufragos y marineros en peligro (de hecho San Nicolás es el santo patrono de los navegantes), desembarcaron en Mira, tomaron por asalto la tumba de Nicolás y se llevaron sus huesos al pueblo italiano de Bari, donde erigieron en su honor una de las más bellas iglesias de la cristiandad. Desde entonces se lo conoce en el santoral como San Nicolás de Bari. Se le atribuye haber hecho en vida y después de muerto milagros portentosos, y se dice que tenía la facultad sobrenatural de hacerse ver en varios lugares al mismo tiempo. Aunque mucho de esto es leyenda no reconocida por la Iglesia Católica.
Si bien fue muy amado en su tiempo, lo curioso es que a pesar de ser un santo secundario en la constelación de las grandes personalidades de la Iglesia, su popularidad fue aumentando con los siglos. Miles de templos en todo el mundo llevan su nombre. Solamente en Inglaterra hay más de cuatrocientos.
Desde el siglo IV la imagen de este santo quedó indisolublemente unida a la tradición navideña. Las primeras leyendas sobre Nicolás vienen de Holanda. Lo muestran montado en un burro o un caballo repartiendo regalos a los niños el día de San Nicolás de Bari. Esta fecha se trasladó más tarde a la noche de Navidad.
La tradición Holandesa cruzó el Atlántico en 1621 y fue llevada a la isla de Manhattan  (Nueva York) por los primeros colonos holandeses que se establecieron allí.
Ya entonces lo llamaban Sinterklaas, que en neerlandés quiere decir “San Nicolás. La imagen que los colonos tenían del “Santa” de esos días era la de un obispo adusto, serio, alto, delgado, anciano y de larguísima barba blanca.

Washington Irving, escritor neoyorquino
Fue un escritor neoyorquino, Washington Irving, quien, en 1809, desacralizó la figura solemne de un obispo con su mitra y báculo pascual y describió a Santa Claus como un anciano de baja estatura, más bien gordito y panzón, muy simpático y risueño, vestido de rojo, y montado en un trineo tirado por ocho alces voladores. En sus Historias de Nueva York, Irving traza la imagen moderna de Papá Noel y hasta les pone nombre a cada uno de los alces. El alce guía se llama Rodolfo. Otros se llaman: Donner, Blitzen, Dancer, Prancer, etc. Hasta el día de hoy se suelen filmar películas de Papá Noel donde es protagonista alguno de los alces de Santa con el nombre que le dio este escritor de prolífica imaginación.
Charles W. Jones, uno de los estudiosos más serios de la vida del auténtico  San Nicolás de Bari, escribió en octubre de 1954 en el New York Historial Socity Quaterly Bulletin: “Sin Washington Irving no hubiera habido Santa Claus. Santa Claus fue inventado por Washington Irving”.
La imagen definitiva de Santa Claus la trazó el dibujante norteamericano Habdon Sundblom para la publicidad de Coca Cola entre los años 1933 y 1966, época relativamente muy reciente en comparación con el mito extendido por más de un milenio. De ahí viene tal vez el prejuicio de considerar a Papá Noel como un ícono comercial destinado a vender productos en el mundo capitalista.
Pero no es así. Papá Noel no fue una invención frívola surgida de los gabinetes publicitarios de la sociedad de consumo. Él existió, y encarnó por primera vez el espíritu de la Navidad apenas tres siglos después del Nacimiento de Jesús.
San Nicolás de Bari fue el primer cristiano que asoció la Navidad con el generoso gesto de dar a nuestros semejantes. Se puede decir que este santo fue virtualmente el “inventor” del regalo navideño. Por eso es comprensible y justo que la humanidad, a través de los siglos, haya tejido, en su honor esta bellísima, tierna e imperecedera leyenda.


Mágico regalo navideño
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

Su abuelo le había regalado una caja de madera vistosamente trabajada. “Esta caja es mágica ─le dijo, ya casi sin aliento─, no la abras hasta que sea Nochebuena, pero no cualquier Nochebuena, sino una que va a ser muy especial”. 
El anciano murió días después, y Martín, de tan sólo siete años, fue llevado a un hogar sustituto. Un día, cansado de oscuras iniquidades, agarró la caja del abuelo y se escapó. Ahora tenía nueve años y era un chico más de la calle. Vagabundeaba por la ciudad, recogía sobras de comida en los restaurantes y juntaba cartones y latitas para vender.
A la escuela llegó a ir muy poco, pero los consejos de su abuelo suplieron la educación que no tuvo: “Nunca robes, nunca te drogues, nunca ofendas al buen Dios con actos malos”. Y era tal el respeto, la veneración, que sentía por el abuelo, que se había jurado no hacer jamás cosa alguna que aquél desaprobara. Pero la calle no paga nobleza: los otros chicos lo marginaron y debió vivir solitariamente. 
Dormía bajo el puente de una autopista, en el reparo de un ángulo formado por dos anchas columnas de hormigón. Su única compañía era un perro de edad indefinida que se le unió el mismo día que saltó el paredón, como si lo hubiera estado esperando en esa vereda. Era un animalito cariñoso al que llamó Noche por su pelaje renegrido y por el rasgo siberiano de sus increíbles ojos celestes, dos luminarias de inteligencia que jugueteaban sobre esa tierna nocturnancia. No se apartaba de Martín, y más de una vez lo defendió de grandulones pendencieros a quienes enfrentó con gruñidos intimidantes.
En ese refugio secreto, Martín tenía una colchoneta mugrienta y un par de frazadas que debía acomodar para que sus agujeros no coincidieran. En las noches frías el perro se acurrucaba junto a él para proporcionarle calor. Varias cajas de embalaje cortaban el viento y hacían las veces de armario donde Martín acomodaba sus modestas pertenencias y las pocas ropitas que le daban algunas buenas personas. Debajo de todas esas cosas, cuidadosamente envuelta, conservaba la caja del abuelo, ilusionado siempre en que llegara el momento de abrirla.
La Navidad estaba próxima, y Martín lo sabía porque había visto los adornos en las vidrieras y escuchado los villancicos que difundían las disquerías del centro, pero no tenía la menor idea de cuándo era la Nochebuena.
La fiebre fuerte lo sorprendió durmiendo. Se despertó tiritando, agitado, con fuertes mareos y sequedad pegajosa en la boca. Hacía días que venía decaído, pero ahora se sentía tan enfermo que se convenció de que iba a morir.
“Si voy a morir, tengo que abrir la caja ─pensó lúcidamente en medio del aturdimiento de la fiebre─. ¿Será hoy la Nochebuena? Sí, seguro, porque los autos que pasan por arriba van como más apurados”.
Con esfuerzo se arrodilló, encendió un farol de querosén, desenvolvió la caja mágica y buscó bajo su remera la llave enhebrada en la correíta del crucifijo, mientras el piso le daba vueltas y la autopista ondulaba como una cinta de papel.
La caja gimió al abrirse y un suave olor achocolatado del tabaco del abuelo lo acarició dulcemente. Martín esperaba algo extraordinario, tal vez luces de colores y estrellas saltarinas, un mundo fantástico encerrado en una verdadera caja mágica. ¿Y qué encontró? Para su desencanto, tan sólo un pequeño muñeco tallado en madera, un hombrecito de rostro bonachón que tenía sus manos extendidas hacia él. Sus zapatones descansaban sobre un pedestal que ostentaba, escrito en relieve, un nombre raro que a Martín le costó deletrear: “Tallderín”.
Desilusionado, levantó el muñeco y lo observó con desdeñosa curiosidad. Algún detalle impreciso en esa carita le recordaba algo, pero sintiéndose incapaz ya de pensar y de mantenerse erguido, apoyó a Tallderín en el suelo y se dejó caer sobre la colchoneta. 
Los delirios de la fiebre lo vapulearon.
Ve a su abuelo, hábil tallista, esculpiendo santos y ángeles en madera; las velas siempre encendidas, el humo dulzón de la pipa que se mezcla con el aroma de los sahumerios; se contempla a sí mismo yendo despreocupado a la escuela, pero al regresar termina bajo el puente de la autopista. Se angustia porque no quiere volver a estar solo, pero enseguida aparecen el abuelo y su perro Noche. ¡Qué suerte, todo fue un mal sueño! Está otra vez acostado en su cuartito sin ventana, escuchando al abuelo que repuja sus imaginerías. Pero de pronto todo se pone lúgubre: ve una y otra vez al anciano agonizante que intenta hablarle, que se esfuerza por respirar una vez más para decirle algo, pero no puede, queda inmóvil y lo sigue mirando. Allí están los señores que fueron a llevárselo; los vecinos, que murmuran en la puerta de la casa. Ahora está en el Hogar adonde lo manda el juez… ¡Horrible lugar! Huye de esos juegos que no comprende pero que le causan temor y repugnancia. Las visiones se precipitan, se hacen aterradoras, insoportables.
Hasta que lo acuna la levedad, el piadoso aletargamiento.
* * *
Despertó en una habitación muy iluminada, en una cama alta con sábanas limpias y una almohada blandita y perfumada. Una señora de blanco lo miró sonriente y exclamó:
─¡Pero qué bien! Nos hemos despertado.
─¿Dónde estoy?
─Estás en un sanatorio. Estuviste muy enfermito, yo soy la doctora que te atendió. Un señor te encontró y te trajo aquí. Ya lo vas a conocer, él se hizo cargo de todo. ¿Cómo te llamás?
─Martín, señora, Martín Anzábal.
─Yo soy Clara ─se presentó la médica, y le explicó que lo habían encontrado deshidratado y muy débil─. Ah, Martín, ahí está tu cajita. Estabas abrazado a ella cuando te trajeron.
Martín preguntó por el muñequito.
La doctora le contestó que no había visto ningún muñequito, y que la caja estaba cerrada con llave.
Martín se tocó el pecho y lo alivió sentir el contorno de la llave bajo el pijama. Quiso saber dónde estaba su perro Noche, pero nadie en el sanatorio había oído hablar del animalito, aunque, para tranquilizarlo, Clara le prometió que lo buscarían. Comió con avidez lo que le sirvieron y volvió a dormirse.
A la mañana siguiente, no bien hubo desayunado, llegó un hombre joven de aspecto muy agradable.
─Hola Martín.
─Hola… ¿quién es usted?
─Me llamo Diego. Soy la persona que te trajo aquí.
Martín lo miró con timidez.
─Gracias, señor, pero ¿cómo me encontró?
Diego acercó una silla.
─Mirá, es difícil de explicar, alguien me paró en la autopista, poco antes de llegar al puentecito, y me dijo que debajo había un chiquito muy enfermo. No me preguntes por qué me detuve en medio de la noche ni por qué accedí a lo que me pedía ese desconocido. No lo sé, pero ese hombre tenía una mirada tan… apacible, qué sé yo, sentí que podía confiar en él. Me llevó hasta donde vos estabas, me ayudó a cargarte en el auto, y después… simplemente desapareció.
Martín quedó pensativo. Luego preguntó:
─¿Era Nochebuena cuando me encontró?
─No, Martín, faltan cuatro días para Nochebuena. Si para entonces te ponés bien, estás invitado a mi casa.

Convaleciente, con ropa y zapatillas nuevas y el pelito corto, Martín fue llevado por Diego a su casa. Ya había conocido a Belén, la esposa de Diego, quien lo había visitado a diario y colmado de atenciones y afecto. No tenían hijos. La noche que rescató a Martín, Diego venía del Centro de fertilidad, afligido por traerle a Belén nuevamente malas noticias.
No es para asombrarse, entonces, que ese chiquito de la calle se ganara en pocos días el amor de aquellos dos corazones anhelosos de hijos soñados que no llegaban. Tampoco nos ha de llamar la atención que decidieran llevarlo a casa como hijo adoptivo. Una sola cosa opacó el júbilo de Martín: su mascota no pudo ser hallada. 
Esa Nochebuena, ya instalado en una maravillosa habitación con televisión y computadora, Martín decidió abrir la caja del abuelo antes de bajar a cenar con su nueva familia, porque esa sí era una Nochebuena especial, y lo que recordaba de lo sucedido bajo la autopista era tan confuso que tal vez todo había sido un sueño.
Cuando abrió la caja, la revelación fue sorprendente: ¡los ojos del enigmático hombrecito!, ese fue el detalle impreciso que no pudo descifrar bajo el puente. Y tras esa sorpresa, una intensa emoción. No recordaba cuándo había llorado por última vez, pero ahora las lágrimas se desquitaban. Y en medio de estremecidos sollozos apenas podía articular unas palabras salidas de su corazón: “Gracias, abuelo, gracias, abuelo”.
Era nomás una figura tallada en madera con olor achocolatado lo que había en la caja. Y un nombre escrito en relieve que Martín recordaba muy bien y jamás olvidaría: “Tallderín”.
Pero no se trataba de un hombrecito sino de un perro, un hermoso perro negro de ojos celestes y mirada apacible.
No quieras estar sola en Navidad
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

Me llamo Camila Ritordo, soy contadora pública. Cuando sucedió lo que voy a contar yo tenía treinta y cinco años, vivía en Tandil y ejercía mi profesión en forma independiente.
Mi novio me había dejado después de diez años de accidentada relación. A los pocos meses falleció mi madre. Quedé sola.
Pero descubrí que vivir en soledad no es tan malo para una mujer. Al contrario, es hasta fascinante, siempre que una se organice y esquive la mortal rutina. Comencé a disfrutar de mi hogar: cocinaba, invitaba a mis amigas, cambiaba periódicamente la decoración y los colores de cada ambiente.
Claro, hasta que llegó diciembre.
Aclararé que yo no era una mujer religiosa (aunque sí, ambiguamente supersticiosa, de esas que encienden velas a santos no reconocidos y queman sahumerios frente a una estatuilla del Buda), pero fui educada en una familia católica y, seas o no creyente, la Navidad es la fiesta en la que todos necesitamos una familia.
Mi primer diciembre en soledad me trajo melancolía. Hasta que pen­sé: ¿no será buena idea festejar sola esta Navidad? Si me quedo en Tandil mis amigos querrán invitarme. Si digo que no, algunos se pueden ofender, otros murmurarán.
Decidí entonces viajar para esa fecha a Buenos Aires, la gran ciudad donde es posible estar sola en medio de una multitud.
El 23 de diciembre me alojé en un hotel de la avenida Callao. Esa misma mañana reservé mesa para la cena de Nochebuena en un conocido (y caro) restaurant céntrico.
Por la tarde salí a caminar por el centro de Buenos Aires, feliz de mi decisión. Hacer algo diferente siempre nos excita y nos inquieta. Me esperaba una Navidad distinta, no necesariamente una Navidad con ángeles y sucesos milagrosos, en los que no creía, pero sí una Navidad para hacer de la soledad un arte superior.
Ah, pero no quieras estar sola en Navidad.
Caminaba por el centro cuando al cruzar una plazoleta veo a un chiquito de la calle, muy sucio y míseramente vestido, sentado en uno de los bancos. Tez blanca, cabello castaño y ojos claros y tristes, de unos nueve o diez años. Disimuladamente le tomé una foto con mi celular porque era la imagen del desamparo y la desolación. Y no pensaba hacer otra cosa, pero al pasar frente a él, me miró con sus ojazos infinitamente tiernos y me pidió con timidez si le podía dar algunas monedas para comer.
Me partió el alma su humildad, su vocecita casi inaudible, su cuerpito flacuchento. Me detuve y me senté a su lado. Se llamaba Ariel. Con renuencia me comentó que no tenía a nadie, que sus padres lo habían abandonado, que a veces dormía con una tía en una villa de Avellaneda, pero que sólo podía quedarse unos pocos días porque la anciana empezaba a molestarse y lo echaba. Se notaba que no quería hablar de su familia, y sospeché que no estaba siendo sincero.
─Vení, Ariel, vamos a tomar un café con leche y después me seguís contando.
El chico, pobrecito, no tenía la traza para entrar en una confite­ría elegante, así que elegí un barcito modesto, con poca gente, sin espejos ni sillas tapizadas y le hice servir un café con leche con un tostado de jamón y queso y algunas medialunas.
Mientras saciaba su apetito atrasado Ariel me contó que había abandonado la escuela el año anterior, que sabía leer y escribir muy bien y que le gustaría volver a estudiar.
Como me dijo que dormía en la calle no se me ocurrió otra cosa que llevarlo conmigo al hotel. Pedí hablar con el gerente, me dijeron que no estaba, entonces, con una actitud resuelta que no admitía réplica, le hice saber al conserje que hasta que pudiera hablar con el gerente el niño ocuparía la segunda cama de mi habitación. Y antes de que el empleado pudiera abrir la boca yo ya estaba en el ascensor con Ariel. Sí, una locura, ya lo sé, dejen que les siga contando.
Preparé la ducha y le pedí que se bañara mientras yo salía a comprarle ropa y calzado. Volví enseguida con tres remeritas, una bermuda, un vaquero, calzoncillos, un buzo liviano, una campera tipo chalequito, medias y zapatillas. Ariel, envuelto en la toalla, estaba recostado en su cama mirando la televisión. Aprobó complacido lo que le compré, eligió lo que se pondría y fue a vestirse al baño.
Luego le corté las uñas de las manos y los pies y lo llevé a una peluquería. Lo vieran aseado y con el pelo corto: era un chico hermosísimo y lleno de encanto.
Esa noche fuimos a comer hamburguesas y papas fritas y regresamos al hotel temprano porque Ariel estaba agotado y se le cerraban los ojos.
Yo casi no dormí. Por un lado estaba feliz de haber ayudado a ese chico, pero por el otro me preocupaban las posibles consecuencias legales de haber alojado conmigo a un menor de edad. Esto podía acarrearme hasta una acusación de pedofilia. El sentido común me recriminaba: “Camila, debiste seguir de largo”; pero mi intuición femenina sentenció: “Pase lo que pase, hiciste lo correcto”.
Bien, hice lo correcto, ¿pero qué haré con el pequeño cuando el 26 yo deba regresar a Tandil? No voy a dejarlo otra vez en la calle ni a entregarlo a las autoridades. Por otra parte, llevármelo conmigo a Tandil era ilegal, casi un secuestro. Sentí incertidumbre y un poco de miedo, pero me di ánimos diciéndome que lo que pudiera ocurrirme tendrá su recompensa en la acción misma. ¿Acaso mi novio no me había dicho cuando me dejó que yo era un dechado de virtudes? Y yo le creí, por eso lo perdoné. Esa iba a ser mi Navidad diferente, y, lo más inesperado, una Navidad en la que no iba a estar sola.

El 24 por la mañana llamé al restaurant para ampliar la reservación. Esa noche llegamos en un taxi poco antes de las once. Me esperaba una sorpresa: las mesas habían sido unidas en largas hileras, de manera que todos los comensales participaríamos un poco “familiarmente” en el festejo de la Nochebuena. Seguramente el propósito era que entraran más clientes, pero la idea no me pareció mala: familias y parejas participaban de un clima de regocijo compartido.
Nos tocó la última mesa de una de las filas del medio. Ariel y yo nos sentamos uno frente al otro. Quedaba un cubierto libre en la cabecera. No tardó en ocuparlo un hombre de unos cuarenta años que nos saludó con mucha cortesía, consultó la carta e hizo el pedido al mozo.
Fue inevitable que iniciáramos una conversación formal. Se llamaba Marcos, era abogado especializado (anoten esta coincidencia) en derecho de familia, y estaba solo porque se había divorciado ha­cía menos de un año.
Hubo “onda”, como dicen los chicos, y confieso que no pude frenar mi deseo de agradar. Aunque yo me declaré soltera, él debió suponer que Ariel era mi hijo.
Me sorprendió que fuera Ariel quien más entusiastamente conversara con Marcos. Dio la casualidad de que los dos eran de Racing, el club de Avellaneda. Descubrí con satisfacción que Marcos era uno de esos pocos hombres que saben conversar con un niño poniéndose a su altura y respetando sus opiniones como si fuese una persona mayor. Se mostró asombrado por los conocimientos futbolísticos de Ariel.
─Así que ustedes son de Avellaneda…─comentó.
─No, yo vivo en Tandil ─aclaré, y sentí que me ponía colorada.
─Cómo… ─dijo Marcos, y lo miró a Ariel.
─Bueno, esa es una larga historia.
Comenzaron a servir la comida. Ariel se levantó para ir al baño. Aproveché esa breve ausencia para poner al tanto a Marcos de mi encuentro casual con Ariel y mi audaz gesto de llevármelo conmigo.
Marcos se mostró inicialmente desconcertado pero enseguida dijo que admiraba mi actitud y me ofreció sus servicios profesionales si acaso yo pensaba solicitar la tenencia del chico o bien llegara a tener problemas legales por lo que había hecho. Y me dio su tarjeta profesional.
─Desde ya te aclaro, no te voy a cobrar ni siquiera los gastos. Has tenido un impulso de gran generosidad al ayudar a un chico desconocido sin pensar en las consecuencias a que te exponías. Eso es ser buena persona y tener coraje. Quiero que me dejes contribuir para que tu buena obra tenga un final feliz. Yo tuve un hijo de la edad de Ariel… falleció hace dos años.
─Marcos… ¿cómo ocurrió eso?
─Un accidente. Se ahogó en la piscina de casa.
─¡Por Dios!
─La culpa fue mía, mi esposa no estaba en casa. Me descuidé un segundo y… ─su voz se estranguló.
─Marcos, eso debió ser espantoso.
─Me cuesta sobrellevarlo. Luego de esa desgracia nuestro matrimonio naufragó, ella nunca me lo perdonó y yo la entiendo. Pero dejemos los pensamientos tristes que hoy es Nochebuena.
Ariel regresó y empezamos a comer. Conversamos los tres como si nos conociéramos de toda la vida. Yo te confieso que estaba encandilada con Marcos. Tuve una serie de misteriosos estímulos que se condensaron en forma de violenta simpa­tía. Todas las mujeres buscamos el hombre distinto, bondadoso, educado, sensible, respetuoso y simpático, y cuando creemos que lo hemos encontrado, nos enamoremos, aunque después venga el desencanto. Su vivo interés por Ariel (ahora más comprensible para mí porque era evidente que le recordaba a su hijo muerto) y su sincero ofrecimiento de asistencia legal me conmovieron y me hicieron sentir segura y protegida.
Marcos resultó ser muy creyente. Cuando yo le confesé mi agnosticismo, le restó importancia: “A veces parece que la fe nos abandona, sobre todo cuando nos ocurren sucesos ingratos, pero un día algo nos muestra que Dios está siempre a nuestro lado y que jamás nos abandona. Porque, te aseguro Camila, cuando Dios quiere hablarte sabe cómo hacerse escuchar”.
Marcos le contó a Ariel lo de su hijo, pero en un tono sereno que no le generó angustia. Le dijo que lo extrañaba mucho, que esa era la primera Navidad que se animaba a festejar desde entonces y aseguró que esa noche, gracias a nuestra compañía, había vuelto a tener paz.
─Te aseguro, Camila, que en este encuentro hay algo sobrenatural. Aunque vos seas escéptica ─rió al hacer esta última acotación─. Fijate si no: a mí me llevaron a otra mesa. Como estaba en un lugar de mucho tránsito, pedí que me cambiaran. Cuando me trajeron para este sector me ofrecieron la última mesa de aquella fila, ahí donde está ese señor calvo. Me iba a sentar y en ese momento lo vi a Ariel, que justo se dio vuelta, cruzamos una mirada, no sé si vos te diste cuenta…
─Sí ─contestó Ariel con sorprendente seguridad.
─Bueno, te vi a vos, vi este asiento libre y se lo pedí al mozo. Parecería que algo me hizo atravesar todo el salón para unirme a ustedes.
Se acercaba la medianoche. Marcos había pedido una botella de champaña para los dos y Coca Cola para Ariel. Cuando dieron las doce todos levantamos la copa en un brindis colectivo mientras golpeteábamos las botellas con las cucharitas del postre en un ruidoso tintineo.
Cuando brindamos entre nosotros y nos deseamos feliz Navidad, Ariel volvió a sorprendernos. Se paró, le dio un beso a Marcos, rodeó la mesa y vino hacia mí. Me abrazó y me dijo al oído: “Muchas gracias, Camila, nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí”. Me conmovió de tal manera que lo abracé y me puse tontamente a llorar. Cuántas emociones juntas estallaron en ese momento de ternura. Vi que Marcos, emocionado por la escena y seguramente recordando otras navidades en que había tenido una feliz familia a su lado, se secaba sus ojos con un pañuelo.

A las dos de la mañana Marcos nos llevó en su auto hasta el hotel. Quedamos en que él pasaría a buscarnos antes del mediodía para llevarnos a almorzar.
Ariel estaba muy feliz, dijo que Marcos le encantaba y que yo era la mujer más buena del mundo.
Lo abracé otra vez, me dijo que me quería y nos acostamos. Yo flotaba sobre una nube: me habían ocurrido muchas cosas hermosas en esa Nochebuena. Me dormí en el acto, ya sin preocupaciones ni ansiedades.
A la mañana siguiente me desperté tarde. Ariel no estaba en la habitación y su cama aparecía tendida como si nadie hubiera dormido en ella. Sobre la almohada había una nota.
A las once Marcos entró en la recepción del hotel. Yo temblaba y debía de estar pálida. Me miró serio y me preguntó qué había sucedido. Sin decir una palabra le alcancé la nota de Ariel. Él la leyó en voz alta:
“Tuve hambre y me alimentaste, tuve sed y me diste de beber, me sentí solo y abandonado y me diste tu amorosa compañía sin dudarlo. Porque lo hiciste por el más desvalido de mis pequeños, lo hiciste por mí”.
En el hotel me facturaron habitación single. Cuando aclaré que debían cobrarme doble, me miraron raro y me dijeron: “Si usted fue la única huésped…” Instintivamente busqué en mi celular la fotografía que le había tomado a Ariel en la plazoleta: sólo apareció un banco vacío.
Han pasado dos años desde aquellos acontecimientos Marcos y yo nos casamos y hoy tenemos un bebé que se llama Ariel, y otro en camino.
Marcos tenía razón: cuando Dios quiere hablarnos, sabe cómo hacerse escuchar.
Dios nació en una villa
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

El 24 de diciembre del año 2012, a eso de las diez de la noche, Raquel bajó cambiada y maquillada al comedor de su casa para celebrar la Nochebuena. Lo primero que vio desde la escalera fueron las llamitas de las velas del centro de mesa que ella por precaución había dejado apagadas.
Pero no nos adelantemos: esta historia comenzó con un mail que la misma Raquel, viuda de Reinaldo Ansaldi, un queridísimo amigo mío fallecido dos años antes, me había escrito el 4 de agosto. 
«Esta madrugada me desperté a la 5.30 y quedé desvelada ─me contaba en ese mensaje─. Me levanté a tomar media taza de café con leche, volví a la cama y prendí la radio. Eran
casi las 6. Me dormí enseguida. Tuve algunos sueños raros… Y de pronto me despierto y veo que Reinaldo está acostado a mi lado. No me asusté, más bien me sorprendí gratamente.
«Me estaba mirando con el gesto amoroso que le era caracte­rístico y se reía. Se lo veía feliz. Nos abrazamos, lo miré largamente a los ojos y le dije: Sabés, que te extraño mucho, ¿no? Él asintió con la cabeza, y volvimos a  abrazarnos. Entonces le murmuré al oído: gracias por este regalo.
«(…)
«Ahora él está parado junto a la cama y busca algo en su billetera, mientras me dice: te dejé papelitos… Pienso, ¿alguna nota, quizás? Y me desperté, esta vez de verdad.
«Ya camino de la oficina, me inquietaba que el sueño hubiera sido tan real. Si hasta por momentos sentía que lo había dejado a Reinaldo en casa.
«Cuando regresé por la tarde fui di­rectamente a revisar lo que yo llamo su cajita, un cofre donde guardo todas sus cosas pequeñas, anteojos, billetera, licencia de conducir, diferentes credenciales y documentos. No lo creerás, pero yo estaba buscando ansiosamente esos papelitos que Reinaldo dijo haberme dejado, pero no encontré nada.
«Ha pasado una semana y aún trato averi­guar qué signifi­ca lo que soñé, si es que tiene algún significado. ¿Fue un simple sueño o Reinal­do está tratando de decirme algo? Decidí contártelo porque a lo mejor te inspi­ra para escribir algún cuento de Navidad. Un abrazo, Raquel»
Debo decir ante todo que Raquel y Reinaldo fueron apasionados pesebristas. Eran de esos raros creyentes que ocupan todo su tiempo libre en tallar y pintar figuras y producir diferentes modelos de grutas y casitas de Belén, combinando luces y colores en la búsqueda de efectos novedosos que realcen el mensaje de la Navidad. Se habían conocido en la Hermandad del Santo Pesebre, que funciona desde hace muchísimos años en la Parroquia Madre Admirable de Buenos Aires. 
Cinco felices años trabajaron juntos Raquel y Reinaldo en su taller de arte pesebrístico, verdadero santuario que habían construido en el fondo de su casa. Hasta que la muerte, silenciosa y artera, cayó como un rayo aniquilador. Él tenía cuarenta y dos años; ella, treinta y cinco.
Raquel pareció morir con Reinaldo, pero al tiempo logró reanudar su vida habitual, regresó a su empleo, volvió a salir con amigas y viajó mucho, pero tengo para mí que algún rencor oculto le impidió volver al pesebrismo.
Contesté el mail de Raquel con una promesa de cortesía: intentaría escri­bir algo con ese sueño. Pronto me olvidé del asunto.
Hasta que una noche, estando yo dormido, mi mujer me sacude y me dice: Enrique, estás gritando ¿te pasa algo, tuviste una pesadilla? ¿Eh? No… no soñaba nada, ¿qué decía? Repetías: ¡el pesebre, el pesebre!
¿El pesebre…?
Unos días después tengo un sueño muy nítido en el que aparezco metido en el sueño de Raquel. Allí están los dos en la cama matri­monial, y yo sentado en una silla como haciendo de observador o testigo. Reinaldo le dice a Raquel: «Te dejé papelitos». Era lo que ella me había contado, pero a continuación, lo novedoso: «Tenés que hacerlo antes de la próxima Navidad».
Fue mi intuición, o tal vez deberíamos llamarlo percepción, o, si lo prefieren, pura y simple imaginación de escritor, lo que me hizo telefonear a Raquel para preguntarle si había pasado por el taller. Me contestó que no, que desde que Reinaldo falleció nunca se había atrevido a entrar en ese recinto tan cargado de recuerdos y emociones. Entonces le dije casi imperativamente: andá y buscá entre los bocetos de pesebres que pudo haber guardado Rei­naldo, y después me llamás.
Acerté. En una gran cajonera donde se guardaban bocetos y dibujos Raquel encontró una carpeta en la que Reinaldo había dejado planos y descripciones de un enorme e innovador pesebre en el que había trabajado secreta­mente para sorprenderla. ¡Estos son los papelitos que él quería que viera!, exclamó excitada. ¿Qué opinas, Enrique?
Mi respuesta fue inmediata: Sí, seguramente, y él te está pidiendo que construyas ese pesebre para esta Navidad porque no quiere que abandones el pesebrismo. Tenés que ponerte a trabajar ya mismo.
Aceptó mi consejo y me confesó que cuando abrió la puerta del taller y percibió el olor concentrado de resinas y solventes y vio las imágenes a medio tallar que Reinaldo había dejado sobre una de las mesas de trabajo, se echo a llorar desconsolada, pero que al encontrar los bocetos su tristeza se transformó en alegría: ¡Reinaldo había logrado comunicarse con ella! Y presentía que habría otros contactos.
El pesebre era originalísimo: consistía en la reproducción de un amplio sector de la Villa 31 porteña, vista desde la avenida Libertador, con sus callecitas caóticas, sus viviendas amontonadas, algunas de varios pisos y otras pintadas de diferentes colores, muchos desniveles, ropa tendida por todos lados, cables de luz colgando descuidadamente y la autopista Illia que le pasa por arriba y el tren que cruza la autopista por debajo y bordea el asentamiento casi rozando las últimas casuchas. En el medio, una casa de ladrillos rústicos con techo de chapas que se prolonga hacia adelante formando un precario cobertizo, y debajo, el Santo Retablo.
Un cochecito de bebé con las ruedas destartaladas hace las veces de sagrada Cuna. María y José están representados por dos inmigrantes de naciones limítrofes: ella, boliviana, con largas trenzas negras, un vestido largo marrón, chal multicolor y el clásico sombrerito bombín; él, paraguayo, con sombrero de paja encintado, camisa blanca con bordados coloridos, pañuelo negro anudado al cuello y faja ancha de tres colores. Chicos y vecinos en semicírculo miran al niño desde respetuosa distancia. Varios perros callejeros rodean la cuna. Los tres Magos de Orien­te, únicas figuras que conservan sus vestimentas persas tradicionales como símbolo de universalidad, se abren paso a pie. Los camellos han quedado paciendo a pocos metros. Las casitas están todas iluminadas en su interior y sobre el pesebre, la estrella de Belén.

Dos días enteros le llevó a Raquel recorrer comercios para com­prar todos los mate­riales que necesitaba, incluyendo una locomotora diesel de hojalata con sus vagones y rieles, y muchos autitos de colección para poner sobre la autopista, todo con las dimensiones proporcionales al conjunto.
Pidió ayuda a la hermandad, y dos pesebristas experimentados se ofrecieron para trabajar en su taller. En la primera semana de diciembre el pesebre estaba terminado y tenía un título: Dios nació en una villa. Fue llevado a una importante exposición interna­cional donde el jurado le otorgó el primer premio «por su origina­lidad, la armonía de sus componentes y su mensaje de igualdad, tole­rancia  y hermandad entre diferen­tes culturas y naciona­lidades».

El 24 de diciembre Raquel tomó la decisión de celebrar su primera Nochebuena sola. Por la mañana preparó
una cena fría. Luego buscó los adornos que llevaban dos años guar­dados en el desván y decoró el comedor de la casa. Por último, lo más importante: fijó en la pared más iluminada una ampliación gigante de la fotografía del pesebre.  Al caer la noche encendió el árbol de Navidad, ordenó la vajilla y los cubiertos sobre un primoroso mantel navideño, sacó de la heladera lo que había cocinado por la mañana y subió a la planta alta para bañarse y cambiarse. Ya eran las diez de la noche cuando bajó maquillada y con un elegante vestido nuevo. Primero vio las velas encendidas, después lo vio a él, de espaldas, contem­plando absorto la fotografía del pesebre.
─¿Te gusta cómo quedó?

─Está bellísimo, mejor de lo que imaginé. Te felicito.
Se abrazaron.
─Cuánto te agradezco que hayas venido.
─Es solamente por esta noche, mañana cuando te despiertes me habré ido definitivamente.
Se sentaron a la mesa, ella sirvió la comida y él abrió la botella de champaña. Charlaron y se rieron como en sus buenos tiempos. Rei­n­al­do le juró que era feliz donde estaba, y fue muy convincente cuando le explicó que ella tenía el deber de vivir una vida normal, con los proyectos e ilusiones de toda persona viva, joven y saludable. Raquel se lo prometió y brindaron por todas las navidades futuras que ella honraría desde su taller de pesebrista.
Raquel despertó muy cerca del mediodía y lo primero que hizo fue llamarme por teléfono para desearme feliz Navidad y contarme cómo había sido lo que ella llamó su milagro de Nochebuena. Nadie más lo supo, sólo me lo contó a mí.
¿Que si le creí? Claro, ¿por qué no habría de hacerlo?
Pasaron dos años, era hora de escribir ese cuento que le había prome­tido.


La Navidad del futuro
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz

Me llamo Matute, ladro y ando en cuatro patas. Pero soy algo más, soy un ángel enviado al futuro para ayudar a una familia que vivirá en el año 2315.
Ah, pero no querrán saber lo que vi en ese futuro desolador: la gente ya no festeja la Navidad, Dios ha sido olvidado y las iglesias, transformadas en bingos y centros comerciales.
En una pequeña ciudad sudamericana llamada Catamis vive una familia que todavía celebra la Navidad, aunque lo hace a escondidas. Es la familia de Nicanor Valdivares, de 113 años, su esposa Elisa, de 99, sus dos hijos, de apenas algo más de setenta, sus esposas, tres nietos grandes, y dos bisnietos pequeños.
Son personas diferentes en un tiempo en que la uniformidad se impone como valor predominante. Viven en una vieja y espaciosa casona de ladrillos y tejas cuando todo el mundo lo hace en casas inteligentes hechas con módulos de plástico que se ensamblan para arriba y para los costados. Pero como si eso fuera poco, se movilizan en el único auto eléctrico que se ve por las calles, mientras los catamisenses lo hacen en pequeñas burbujas voladoras.
Los vecinos les demandan que demuelan la casa de material y levanten una vivienda modular que no desentone con la identidad colectiva, y hasta pretenden que cubran con baldosas plásticas el amplio terreno donde cultivan un parque con rosales y azaleas. Los Valdivares resisten las presiones y defienden su estilo de vida que los preserva de las acechanzas de un mundo sombrío en el que arrecian los suicidios, las venganzas, los enfrentamientos generacionales y el aislamiento paranoico de las personas que desconfían hasta de sus familiares más cercanos.
Imaginen mi sorpresa cuando el Arcángel me llama y, sin darme explicaciones, me ordena presentarme en Catamis para la Navidad de 2315 con la misión de ayudar a esa familia. «¿Instrucciones?», atiné a preguntar; «Tu propia iniciativa», fue la parca respuesta.
Llegué a Catamis el primer domingo de Adviento de ese año. Y es aquí donde aparecen mis cuatro patas: busqué un perrito vagabundo que se pareciera a Matute, la mascota de ojos celestes de los Valdivares que había muerto hacía un año. Encontré un animalito de similares características y con él me fui trotando hasta la extravagante casa del jardín de rosales y azaleas. Me eché en el portón de la calle. Cuando salió la esposa de Nicanor la miré con mis ojos llamativos sin levantar la cabeza del suelo y moví tímidamente la cola.
─Hola, perrito lindo, qué parecido a nuestro pobre Matute. ¿Tenés hambre?, vení, pasá, pasá.
Toda la familia me aceptó de inmediato y comenzaron a llamarme Matute. El 8 de diciembre Elisa subió conmigo al altillo y bajó varias cajas con arcaicos adornos navideños (similares a los que usan ustedes ahora). Primero cerró las persianas de las ventanas que daban a la calle, y luego armó un pequeño pesebre y un pinito de metro y medio con muchos adornos pero curiosamente sin luces. Había una explicación: Elisa quería evitar que algo inusual llamara la atención de los transeúntes.
Una noche en que toda la familia se reunió en el comedor vi la ocasión esperada para iniciar mi plan. Subí sigilosamente al altillo donde había visto muchas cajas enormes con adornos y luminarias que alguna vez debieron de estar en el exterior de la casa, mordí suavemente el enchufe que estaba en el extremo de una larga guirnalda y la arrastré cuidadosamente por la escalera hasta la planta baja.
—Matute, ¿qué estás haciendo, travieso? ─exclamó el señor Valdivares sorprendido.
─Miren lo que se trajo este bandido, ¿qué es? —preguntó Matilde, una de sus nueras.
─Una guirnalda de las muchas que instalaba mi abuelo en el exterior de esta misma casa. Hay cientos de luces en esas cajas, y hasta un pesebre con las siluetas de la sagrada Familia en tamaño real. Cuando yo era chico mi abuelo adornaba todo el frente de esta casa para Navidad, tal como lo habían hecho sus padres.
Todos quedaron pensativos. Entonces fui hasta Nicanor y le puse en la mano el enchufe de la guirnalda que subía serpenteante por la escalera y se perdía en el primer piso. Desconcertado, Nicanor miró la ficha, me miró a mí y dijo entre risas: «Tenés razón, Matute». Se levantó y buscó un tomacorriente cercano. Una gran luminosidad multicolor provocó una exclamación de alegría en los más jóvenes. Yo ladré varias veces y todos rieron.
─Qué lindo sería poder instalar estas luces en el jardín para que las vieran todos ─dijo Elisa.
─Sí, me gustaría hacerlo, pero nuestros vecinos no lo soportarían ─respondió casi avergonzado Nicanor.
Uno de los chicos apagó la luz del comedor y todos contemplamos extasiados las lucecitas multicolores que ahora habían comenzado a parpadear creando un ambiente mágico. Yo volví a ladrar insistentemente y todos me miraron.
El hijo mayor de Nicanor, sin dejar de mirarme a los ojos, dijo con voz firme:
─Nos discriminan, nos maltratan, ¿por qué tenemos que hacer lo que ellos quieren? ¿Y si adornamos todo el exterior de la casa como lo hacía tu abuelo y les demostramos que somos personas libres dispuestas a expresar nuestras creencias como se nos antoje?
─Sí, ¿por qué no? ─apoyó su hermano─. Ninguna ley prohíbe iluminar el exterior de una casa.
─Pero estaríamos provocando alguna reacción violenta… ─reflexionó Nicanor.
Todos permanecieron callados; a Nicanor no se le escapó que ese silencio era una expresión unánime de desacuerdo. Sonrió, dijo que está bien, que no sería un cobarde en la vejez, y que a partir del día siguiente se dedicarían todos a adornar el exterior de la casa.
Por la mañana el viejo y sus dos hijos con la ayuda entusiasta de los bisnietos fueron bajando todos los adornos del altillo y extendiéndolos prolijamente sobre el césped.
Siguiendo las instrucciones de Nicanor trabajaron todo ese día y el siguiente subidos a los techos y trepados a dos escaleras. El pesebre gigante fue montado cerca del enrejado de la calle e iluminado por dos potentes reflectores ocultos tras unos arbustos.
Cuando todo estuvo dispuesto y llegó la noche, Nicanor puso un dedo tembloroso sobre la llave de luz e hizo clic.


En Catamis rápidamente se corrió la voz de que los raros de los Valdivares acababan de iluminar y adornar insólitamente toda la  fachada de su casa. La gente comenzó a amontonarse frente al increíble espectáculo mientras ágiles burbujas lo sobrevolaban en círculos intimidantes. Percibí una fuerte carga de irritación y agresividad en esa multitud. Temeroso de que mi idea derivara en algún hecho grave decidí hacer algo extraordinario. Para decirlo con sencillez: les toqué el corazón a cada uno de aquellos renegados.
Entonces repentinamente todo cambió: las burbujas descendieron suavemente y los vecinos congregados quedaron muy callados y tranquilos leyendo como hipnotizados el letrero que los Valdivares habían colocado al lado del pesebre:
«Un 25 de diciembre, hace 2315 años, en una
gruta de Belén, nació el niño Jesús,
hijo de Dios hecho hombre que vino
al mundo para salvarnos»
Todos comenzaron a murmurar entre asombrados y desconcertados. Algunos ancianos centenarios recordaron lo que significó para sus infancias la fe y la alegría sencilla de esperar todos los años la Navidad.
Uno tomó la iniciativa de golpear las manos. Nicanor y sus dos hijos salieron de la casa y se acercaron cautelosos a la reja. Los vecinos lejos de agredirlos les mostraron su curiosidad por esos bellos adornos antiguos y les pidieron que les hablaran sobre la Navidad.
Nicanor les explicó lo importante que había sido para la humanidad la festividad del Nacimiento del Mesías y les dio una verdadera clase sobre los Evangelios de Lucas y Mateo.
Una vecina le pidió que la ayudara a diseñar adornos similares con los materiales que se conseguían en ese momento porque también quería adornar su casa antes del 25 de diciembre. Otros se sumaron entusiastas y decidieron entre todos que trabajarían en conjunto bajo la dirección de Nicanor.
Unos días antes de Navidad casi todas las casas de Catamis fueron decoradas primorosamente con moderna luminotecnia y pesebres de distintos tamaños. Hasta los políticos del Ayuntamiento, siempre atentos a los cambios sociales, se apuraron a adornar la calle principal.
La noticia cruzó mares y fronteras y de todo el mundo vinieron cronistas para cubrir el extraño caso de una ciudad sudamericana que había vuelto a la vieja y ya olvidada tradición de los festejos navideños.

Me preguntarán si la Navidad volvió a ser popular en el mundo después de 2315. Lo ignoro porque ahora estoy otra vez en este tiempo. Pero déjenme advertirles algo: es posible que los hechos que les acabo de contar nunca sucedan, porque el futuro se rehace todos los días a partir de las decisiones del presente. Aunque, viendo cómo va el mundo…
Pero, esperen un momento, acaba de ocurrirme algo inesperado que me devuelve la ilusión de un porvenir en el que la humanidad jamás se olvide de Dios ni deje de celebrar la Navidad. Si ese futuro deseado se construye en el presente con la suma de pequeños actos de amor, creo que hoy tuve un anticipo esperanzador:
Una joven se me acercó, me acarició, me habló dulcemente, me puso un collar con una correíta ¡y me llevó a su casa!


http://enriquearenz.com.ar/cuentos-de-navidad/

EJERCICIOS DE REPASO PARA 3º ESO.


1º.- Indica la función sintáctica de los sintagmas subrayados.
Los alumnos escuchaban atentos las palabras del profesor.
Carlos aterrizó cansado del viaje en avión.
Tu hermana estaba cansada por el esfuerzo.
Estos apuntes son de mi compañero.
El padre se quedó petrificado de la noticia.
Mi hermana es de San Fernando.
El jugador será sancionado por el comité.
Declararon inocente al acusado.
Me acuerdo de aquel pueblo.
Recuerdo aquel pueblo con emoción.
Le di un beso a Teresa.
Raquel miró en diagonal el artículo.
Le dije en conciencia la verdad a Pablo.
Le dije a Gabriel que viniera pronto.
¿Para qué vamos a comer?
La silla ha sido encolada esta mañana por Luis.
Yo les traigo de su parte los bocadillos.
Tranquilo iba por la calle tu hermano.
A su madre le propuso una tregua.
Contestó nervioso a las preguntas del profesor.
Me gusta bastante fastidiar.

2º .- Realiza el análisis sintáctico de las siguientes oraciones simples:
.- Ana es muy pesada con los exámenes.
.- Fui a comprar un cartón de leche.
.- Hablamos de mi jefe durante la cena.
.- Los amigos de Juan vinieron agotados de la montaña.
.- Bajaré a llamar más tarde.
.- El hijo de Manuela tiene los ojos azules.
.- Ahora me acuerdo del nombre de tu hermano.
.- Tengo las piernas cansadas desde esta mañana.
.- Charlamos de cosas importantes.
.- El libro trataba sobre matemáticas puras.
.- El cielo se quedó raso tras las intensas lluvias.
.- Volvimos a limpiar después de la fiesta.
.- Los niños fueron abrigados al colegio.
.- Dejé a la niña en el conservatorio a las siete.
.- Se lo encontró en el portal de su casa.
.- Siempre tienes poco dinero en el bolsillo.

3º.-  Subraya las perífrasis e indica de qué tipo son.
.- Viene avisándote desde hace tiempo.
 .-  Anda criticando a todos.
 .-  En ese momento se echó a reír.
 .-  No grites, que Pedro va a trabajar un rato.
 .-  Tengo que comprarme un abrigo