DESCANSAD Y PASAD UNA FELIZ NAVIDAD EN COMPAÑÍA DE TODOS VUESTROS SERES QUERIDOS.
martes, 27 de diciembre de 2016
martes, 20 de diciembre de 2016
RELATOS NAVIDEÑOS.
Un gato en Nochebuena
Cuento del escritor argentino Enrique Arenz
¿Ya escribió su
cuento de Navidad de este año, Enrique?, me preguntó días pasados Tony
Balthares mientras tomábamos un café en el patio de comidas del
ornamentado Shopping Los Gallegos. Le confesé que no, que aún no se me
había ocurrido ninguna idea original y que ya casi no me quedaba tiempo. No se
preocupe, me alentó, yo le voy a contar una historia para que la escriba. Es
una historia real: yo la viví en la víspera de Navidad de 1995.
Al principio lo escuché con cierto egoísmo literario, con
esa frialdad escudriñadora con que solemos olisquear la vida y el alma de los
demás quienes tenemos el vicio de contar historias. Pero a medida que su relato
se fue corporizando en imágenes vívidas y conmovedoras, esa impertinencia
profesional cedió ante un raro hechizo que todavía no me ha abandonado,
producto tal vez del clima navideño que todo lo transforma y lo purifica.
Esto es lo que me contó Tony Balthares:
“Mi esposa y yo estábamos desesperados. Darío, nuestro
hijo menor que entonces tenía tan sólo siete años, había enfermado
repentinamente de difteria, pero el pediatra pensó que eran anginas y no le dio
importancia. Vi con espanto la palidez del médico cuando advirtió su error de
diagnóstico. Demasiado tarde, Darío agonizaba.
“Cuando sucedió lo que le voy a contar era Nochebuena, y
nuestro pequeño llevaba no sé cuántos días internado, en coma y con respirador
artificial. Mi esposa y yo no nos movíamos del hospital. Ese 24 de diciembre yo
volví a casa para atender a nuestros dos hijos más grandes (que entonces tenían
nueve y doce años) y permitir que mi suegra se fuera a descansar. Les serví una
cena sencilla y los mandé a ver televisión a su dormitorio. Los viera, pobrecitos,
era la primera Nochebuena que no tendrían festejos ni regalos. La enfermedad de
su hermanito los tenía mal, pero también estaban desorientados por el contraste
para ellos incomprensible de vivir aquella víspera de Navidad como si fuera una
noche más, tan agobiante y luctuosa como las anteriores (y sin su madre en
casa), mientras los alegres vecinos se reunían ruidosamente y los anuncios
televisivos multiplicaban sus arrolladores mensajes de alegría navideña.
“Atormentado, salí a caminar por el parque a oscuras. Las
casas vecinas estaban intensamente iluminadas con las clásicas guirnaldas en
aleros y mojinetes. Miré con amargura el enorme cedro que yo adornaba todos los
años con lámparas de colores y que había sido el símbolo navideño del barrio.
¡Cómo habían disfrutado los chicos viéndome trepado a las ramas más altas
instalando con entusiasmo las interminables diademas luminosas! Yo les había
contado la fábula de que iluminando el árbol del jardín orientábamos a Santa
Claus en su vuelo desde el Polo Norte. Me había ocupado de alimentar este
ensueño en el corazón de nuestros tres hijos. Aún Rosendo, el mayor, que ya en
la última Navidad no creía en esas fantasías, se había dejado seducir una vez
más por la ilusión. ¡Cómo esperaban el momento mágico en que, caída la noche,
una semana antes de la Navidad, encendíamos las cuarenta lámparas de colores
coronadas por una estrella parpadeante en la punta del cedro!
“Todo el jardín quedaba tenuemente iluminado, y en varias
ocasiones, cuando el buen tiempo veraniego lo permitió, habíamos celebrado la
Nochebuena bajo las estrellas, al pie de ese árbol rutilante.
“El cedro estaba ahora en sombras. Era la primera vez en
años que ese noble ejemplar quedaba desnudo en una Nochebuena, y esa percepción
desoladora aumentó mi congoja. Darío podía morir en cualquier momento, quizás
esa misma noche, la noche en que Jesús venía al mundo para salvarnos. Sentí
rabia e impotencia. Me senté en el banco de mármol del jardín y quedé inmóvil
contemplando la mole negra cuyo follaje se balanceaba pesadamente al impulso de
fuertes ráfagas.
“Quise hablar con Dios pero no pude. Quise rezar, rogarle
al Supremo que no se llevara a Darío, que le concediera la oportunidad de
vivir. Pero me parecía que era como hablarle al viento, o a ese lóbrego árbol,
cargado ahora de sombras y presagiantes murmullos.
“Una furiosa marea de resentimientos venía volteando uno
a uno los antiguos y ahora carcomidos pilares de mi fe, que se fragmentaba y se
caía en pedazos dolientes sobre esas convulsas aguas. Esa noche estallé en
injustos denuestos contra el Creador: ¡Dónde estás cuando te necesito!, grité
con rencor y desesperación. ¡Dónde estás! ¡Maldición, dónde estás…! ¿O es que
nunca has existido? Y lloré con el desconsuelo de quienes en la adversidad
padecen la ausencia de Dios. Comencé a temblar, mis dientes castañeteaban en
lúgubre tamborileo.
“En eso vi acercarse a mi gato Byron. No le hice mucho
caso. Pobre Byron ─pensé compadecido, emergiendo un poco de mi
ensimismamiento─, él también está desconcertado por todo lo que ocurre en la
casa. Ya no le hablamos ni lo mimamos, y a veces hasta nos olvidamos de darle
de comer.
“Venía caminando derecho hacia mí, con la cabeza gacha y
su peculiar paso lento y cansino. Era un gato gris y blanco de abundante
pelaje, ya viejo, que estaba en la casa desde mucho antes de nacer nuestros
hijos. Yo mismo lo había recogido de la calle cuando era un cachorrito
abandonado, hambriento e indefenso. Saltó con dificultad sobre mis rodillas y
allí se repantingó con un sonoro y amigable ronroneo. Lo acaricié y le hablé:
“─¿Viste lo que le pasa a Darío, Byron? Lo vamos a
perder. Él te quiere mucho, ¿sabés? ¿Por qué Dios permite que lo perdamos?
¿Dónde está Dios, Byron?
“Y fue en ese momento cuando sucedió. El gato se sacudió
con un fuerte temblor, cambió enérgicamente de posición, se sentó sobre mis
rodillas con su cara hacia mí, puso una de sus patitas sobre mi pecho y me miró
a los ojos con sus grandes pupilas dilatadas. Me sobresalté: aquélla no era la
mirada habitual de Byron. Eran ojos inteligentes, infinitamente dulces y
dotados de una expresividad fascinadora. Esos ojos me estaban queriendo decir
algo. Experimenté mil extrañas sensaciones en ese confuso y raro instante. Al
principio no pude saber qué era lo que me pasaba, pero pronto lo comprendí:
¡Quien me miraba a través de los ojos del gato era… el Niño Jesús! ¡Él estaba
allí, a mi lado, infundiéndome ánimo y esperanzas! ¡Vino hasta mí desde su
humilde cuna de Belén para devolverme en esta Nochebuena la gracia de la
fe!
“Miré con devoción esos grandes ojos amarillos iluminados
por la luna y leí en ellos el mensaje más hermoso que recibiré jamás: “Yo
estoy aquí, a tu lado, no te he abandonado”
“─Gracias, pequeño Dios ─le dije emocionado a mi viejo
gato mientras lo abrazaba y estrechaba su peluda cabezota sobre mi mejilla.
Byron se escabulló de mis brazos y se perdió en la oscuridad.
“Corrí hasta la casa. Mis hijos todavía no se habían
acostado y miraban una película. ¡Chicos, vamos al hospital! ─les dije con un
alborozo que ellos no podían comprender─, ¡vamos a festejar la Nochebuena con
mamá y Darío!
“Por el camino les conté lo de Byron y no tardaron en
contagiarse de mi arrebato. Llegamos al hospital cerca de medianoche, hora sin
duda inapropiada para las visitas, pero el custodio me conocía y por ser
Nochebuena nos dejó entrar. No está aquí, me informaron en la sala de terapia
intensiva, creo que se lo llevaron al tercer piso. ¿Por qué, qué pasó?,
pregunté ansioso. No sé señor, yo recién tomo mi guardia. Bajamos corriendo las
escaleras. Mi esposa estaba en el pasillo intentando comunicarse conmigo desde
un teléfono público. Sorprendida al vernos, corrió hacia nosotros y
atropelladamente, entre risas y sollozos, nos dio la noticia: ¡Darío despertó,
salió del coma! ¡Le sacaron el respirador y habló, pidió su regalo de
Nochebuena! ¡Está fuera de peligro, Tony, está fuera de peligro!
“Entramos en la habitación. Darío, pálido y demacrado
pero animoso, estaba sentadito en la cama. Nos recibió con una sonrisa y nos
mostró los regalos de Santa Claus: unos lápices de colores y un autito que le
habían conseguido las bondadosas enfermeras. Abracé a mi hijo en silencio y lo
retuve contra mi pecho no sé cuánto tiempo. No podía separarme de ese cuerpito
tibio y extremadamente delgado que había regresado milagrosamente a nosotros.
“─Papi, ¿dónde se metió Byron? ─me preguntó al oído con
una débil vocecita.
“─¿Byron…? ─respondí extrañado─. Se quedó en casa, vos
sabés que aquí no dejan entrar a los animales…
“─Pero él entró igual ─replicó con una sonrisita
cómplice─, es muy astuto, estuvo conmigo hace un ratito y yo lo escondí dentro
de mi cama, en la otra sala.
─¿Ah…, sí? ─atiné a decir confundido ─¿Y qué… hacía Byron
acá?
─Vino a decirme que me despertara, porque ustedes iban a
venir a festejar la Nochebuena conmigo.
Cuento de Navidad del escritor
argentino Enrique Arenz
Lo que le pasó a Leonor
Soy una mujer irremediablemente ingenua; por eso a mi edad me siguen
ocurriendo estas cosas. El señor tenía cara de bueno; vestía humildemente… tal
vez algo desaliñado y sucio. Pero a mí me cayó bien.
Hacía una media hora que recorría los
escritorios cuando se acercó a mí.
─¿Usted es la señora Leonor? ─me
preguntó respetuosamente.
─Sí… ¿qué desea?
─Soy amigo de Beba, la recepcionista,
y ando ofreciendo pescado fresco. Lo llevo a domicilio. Tengo muy buenos
precios.
─No sé… ─vacilé─, en este momento…
─Vea, acá varias chicas me han hecho
pedidos… como soy amigo de Beba ¿vio?
Recordé que faltaban tres días para
Nochebuena y todavía no había decidido qué iba a preparar para la cena. Se me
ocurrió una idea.
─¿A cuánto tiene el filete de
lenguado?
─Seis pesos el kilo.
Era barato. Le encargué dos kilos de
lenguado. Se comprometió a llevármelo a mi casa el 24 por la tarde. “¿Tendría
inconveniente en pagarme ahora?”. Vaya pretensión, pero tratándose de un amigo
de Beba accedí y le di el único billete de veinte pesos que me quedaba. “Ay,
Leonor, no tengo cambio. ¿Me espera? Ahora mismo le consigo los ocho pesos. Y
yo, en uno de mis habituales alardes de candidez: “Sí, hombre, no hay
problema”.
Pasaron diez o quince minutos.
“¿Alguien vio al señor del pescado?”, oí preguntar a una de las empleadas.
Había desaparecido. Las suspicacias alcanzaron el rango de serias sospechas
cuando Beba, indignada, nos dijo que casi ni lo conocía, que lo había tratado
una vez y por razones de trabajo.
A pesar de todo, como yo soy
inagotable en mi credulidad, seguí confiando en que el hombre me llevaría el
pescado y mis ocho pesos.
Llegó el atardecer del 24 y yo
todavía esperaba mi lenguado.
Se hizo de noche y en casa no
habíamos preparado nada, ¡y a las diez vendrían ustedes a pasar la Nochebuena
con nosotros! Estaba terriblemente deprimida y furiosa.
Cuando la mujer que trabaja en casa
me sacudió con un “¡Leonor, tiene que hacer algo!”, me levanté del sofá de un
salto. Angustiada tomé la súbita y casi desesperada decisión de ir hasta una
rotisería cercana para comprar algo preparado. El corazón me martillaba el
pecho al cruzar la avenida. ¡Era Nochebuena y seguramente ya no encontraría ni
un miserable pollo al espiedo! ¡Qué estúpida y humillada me sentía! Tan
ensimismada estaba en mi exasperación que crucé la avenida sin ver los potentes
faros del automóvil que acababa de doblar en la esquina a toda velocidad.
Lo que le pasó a Ernesto Farías
En una desordenada habitación de su
modesta casa, Ernesto Farías, un hombre solitario de unos sesenta años,
desaseado y con una barba de tres días, se desvestía para acostarse.
Era Nochebuena y quería sustraerse de
los molestos y ajenos festejos. Cada tanto se oía el estallido de algún petardo
y animadas salutaciones de los vecinos. “¡Bah, Nochebuena! Espero que me dejen
dormir…”, pensó malhumorado. Se metió en la cama y antes de apagar la luz miró
como al descuido la fotografía de Gaby, su ex mujer, y Nancy, la hija de ambos.
Contempló con tristeza la tierna expresión de la jovencita que en el retrato
tendría unos dieciséis años. “Dónde estará esta mocosa”, dijo en voz alta.
Movió la cabeza con amargura y se durmió.
Se despertó sobresaltado. Una luz muy
suave y ondulante rompía tenuemente la oscuridad de la habitación. “¿Se
incendia la casa?”, pensó. Iba a saltar de la cama cuando oyó que alguien
pronunciaba su nombre:
─Ernesto.
─¿Quién… quién es…?─preguntó aterrado.
─Aquí estoy… ahora me podés ver.
Paralizado por el miedo, Ernesto vio
corporizarse lentamente un contorno humano. Era un hombre bastante viejo, de
aspecto cansado y achacoso, que lo miraba fijamente sentado en una silla al pie
de la cama y con sus manos apoyadas en un bastón.
─¿Cómo entró aquí? ¿Qué quiere? No
tengo dinero…
─No soy un ladrón. Mi nombre es
Comante, soy… ya sé, no me vas a creer, pero, en fin, te lo tengo que decir…
soy un ángel de la Navidad.
─¿Un ángel de la Navidad…?
─Sí, también soy ese amigo imaginario
que juega y conversa con los niños; el mismo que se le apareció a José cuando
María estaba encinta, supongo que has leído los Evangelios.
─Sí, pero…
─Lo de José se los digo a todos; si
él me creyó no veo por qué ustedes, cuando son adultos, siempre tienen que
dudar.
Comante parecía un viejo cascarrabias
y se notaba que estaba fastidiado. Ernesto había perdido la fe desde que su
mujer lo dejó. Pero aquella curiosa aparición le devolvía por lo menos su
antigua atracción por lo misterioso y sobrenatural.
─¿Qué es lo que quiere?─ atinó a
preguntar.
─Mirá, no sé bien lo que quiero. Tal
vez desahogarme mostrándote lo que has hecho con tu vida y con la vida de los
demás.
─Yo no he hecho nada, más bien he
sido víctima de los otros.
─Has estado estafando a gente buena.
─¿Por lo del pescado?─ Ernesto rió.
Se sentía algo más tranquilo; el viejo aquel, ángel o lo que fuera, no parecía
peligroso─; bueno, no digo que estuvo bien, pero tengo que vivir. Perdí mi
empleo en la pescadería. No es tan terrible lo que hago, no mato a nadie…
─Has matado a una mujer.
─¿Qué está diciendo…?
─Una mujer que engañaste yace ahora
en el medio de una avenida. Murió por tu culpa, como consecuencia indirecta de
ese fraude.
─¿Quién es esa mujer?
─Se llama Leonor y vos tenías que
llevarle pescado para la cena de esta noche.
─Leonor… Leonor… ¡Ah, sí!, ya sé
quién es. ¡Dios santo! ¡Qué fue lo que pasó!
Comante le relató brevemente lo
ocurrido.
─Bueno, lo lamento, pero esa no fue
mi intención.
─Tampoco tuviste intención de ofender
a Gaby, pero lo hiciste.
─¿Gaby…? ¿Qué tiene que ver mi esposa
con esto?
─Todo lo que hacen ustedes los
humanos está insidiosamente relacionado. Si actúan mal, las consecuencias se
encadenan hacia el desastre. Nada bueno deriva de una mala acción.
─Pero fue ella quien me abandonó, yo
no le hice nada.
─No es cierto, Ernesto, cuando tu
hija Nancy tuvo aquella crisis por sobredosis, vos estabas con otra mujer y
ella lo sabía…
─¿Gaby sabía… lo de… Marisa?
─Lo sabía pero se lo guardó, no quiso
atormentarte, porque lo de tu hija era ya suficiente tragedia para ambos.
Cuando finalmente Nancy abandonó el hogar para irse con el delincuente que la
corrompió, el corazón se le partió, pero todavía te tenía a vos y trató de
seguir adelante. ¡Pobre infeliz!, al año se enteró de otra infidelidad tuya.
Eso no lo soportó y se fue.
─Pero nunca me dijo nada… Un día
encontré una nota en la que me decía que se iba de casa, que eso iba a ser
mejor para los dos. Yo pensé que tenía otro hombre.
─¿Ah, sí, otro hombre? Te daría un bastonazo…
¡La juzgaste según tu propia conducta! Ella esperó que la buscaras y le
pidieras perdón.
─Entonces ella…
─Nunca dejó de quererte.
─¿Dónde está? Tengo que ir a
buscarla.
─Es demasiado tarde, Ernesto. Ahora
deben de estar levantando el cadáver de Leonor. Si hubieras sido honrado
siquiera por una vez, yo te habría ayudado. ¡Pedazo de cabrón, me arruinaste la
misión! Yo tenía un plan para tu reencuentro con Gaby en esta Nochebuena. No
por vos, que no te lo merecés, sino por ella… y por alguien más…
Ernesto se cubrió el rostro con las
manos. Comante lo contempló en silencio. Durante algunos minutos sólo se oyeron
los distantes gritos de los chicos del barrio con su pirotecnia.
─Yo no era un sinvergüenza─ dijo por
fin Ernesto apesadumbrado─. Engañé a mi esposa, es verdad, pero fue algo más
fuerte que yo. No nos llevábamos bien…, ella no se interesaba por mí ni parecía
necesitarme.
─Grandioso, Gaby pensaba lo mismo de
vos…
─Los problemas con mi hija creaban
continuas discusiones. Ninguno escuchaba al otro. Yo había conocido a Marisa en
un momento de confusión… Marisa era una clienta… linda mujer. A ella sí
le llevé el pescado. Era un hermoso palo rosado… Ella, contenta, lo quiso
agarrar, pero no sé qué pasó, si fue un descuido o qué, ella me agarró… la mano;
se puso colorada y de los mismos nervios no la soltaba. Ahí nomás yo… ¿Usted no
habría hecho lo mismo? Perdone… es un decir, no quise… Bueno, después tenía que
llevarle pescado gratis cada semana.
─Pescado que le robabas a tu
patrón.
─Era del que no se vendía, un poco
pasado. Cuando sucedió lo de Nancy, me sentí culpable y largué. Nuestra hija no
se encarriló. Un buen día, ¡ay Dios, cómo nos insultó! Agarró sus cosas y se
fue de casa. Ella no era mala, se volvió así por la droga. Eso terminó de
arruinarnos la vida. Ya ni nos hablábamos. Tuve un par de escapadas, nada
serio, siempre con mujeres de la calle… Ellas al menos me escuchaban, y hasta
se reían de mis chistes de pescadero: A ver, ¿cuál es el pez que usa
corbata? El pes… cuezo.
Ernesto rió como un chico mientras el
ángel, con cara de sufrimiento, alzaba los ojos al cielo. Su risa se apagó
enseguida.
─Cuando Gaby me dejó descubrí cuánto
la necesitaba. Quedé en el suelo como bolsa vacía, incapaz de mantenerme
derecho. Entonces me volví un pillo.
─Tus bribonadas causaron mucho daño.
Pero ahora has provocado una muerte. Eso no tiene perdón.
Ernesto, abrumado, bajó la
cabeza. El ángel suspiró.
─Y yo que pensaba darte una mano.
¡Mirá que sos difícil!
─Tal vez… ¿un milagro…? ─murmuró
tímidamente.
─¡Un milagro! ─bramó el viejo─ ¿Te
atrevés a pedir un milagro?
─No por mí, por esa pobre mujer digo.
Cuando yo era chico mi madre me decía que en Nochebuena ocurren milagros…
El ángel pareció dulcificarse.
─Estamos en Nochebuena, es verdad,
casi lo estaba olvidando; yo mismo estuve en aquella gruta de Belén, la noche
más maravillosa de la historia…
Comante hizo silencio, miró
largamente a Ernesto y luego de escudriñar su mirada triste y cansada exhaló un
resignado y sonoro suspiro.
─ En fin, tu madre tenía razón, en
cada Navidad nos está permitido a los ángeles hacer un pequeño milagro. Sólo
uno, y bien justificado. Pero lo que no puedo hacer es resucitar a un muerto,
eso sólo lo hace Dios.
El ángel quedó pensativo. En eso sus
ojos brillaron astutos.
─Hay sin embargo una travesura
celestial que está a mi alcance: hacer retroceder el tiempo, no mucho, para no
causar trastornos paradojales en la historia, quizás un par de horas, tres a lo
sumo, lo suficiente como para que puedas comprar ese dichoso lenguado.
─¿Y dónde consigo un lenguado a esta
hora?
─Ese es un problema tuyo… pero puedo
darte una mano. Te sugeriría que te bañes y te afeites rápido…
Leonor termina su relato
Pero tranquilícense, lo de los faros
del automóvil que se me vino encima debió de haber sido una alucinación
producto de mi estado de ánimo, porque de pronto volví a la realidad y estaba
todavía en casa, con el monedero en la mano, preparada para salir a comprar
algo en la rosticería de la otra cuadra. En eso llamaron a la puerta. Le pedí a
Gaby que atendiera, que probablemente fuera el hombre del pescado. Gaby es la
señora que trabaja en casa.
Hice una llamada telefónica y me
entretuve en varias cosas. Gaby no había regresado. Comenzaba a inquietarme por
esta demora cuando la mujer entró en la cocina con un paquete y una expresión
radiante en el rostro. Leonor, era el señor del pescado. Me dejó este paquete y
los ocho pesos de vuelto. Bueno, comenté yo aliviada, menos mal, después de
todo cumplió. Hay que apurarse a preparar la cena que están por llegar los
invitados. Y Gaby que me sorprende diciéndome: Ay, Leonor, me tengo que ir, no
me quedo a cenar con ustedes… Pero Gaby, ¿adónde piensa ir sola? Y ella me
contesta con voz exultante: Recibí una invitación, Leonor, mañana le explico.
El ángel cuenta como completó su
pequeño milagro
Bueno, finalmente lo logré. Ernesto y
Gaby se citaron esa Nochebuena en un supermercado del centro y con el poco dinero
que tenían compraron algunos alimentos y dos botellas de sidra. Fueron
rápidamente a la casa.
A las once habían limpiado y ordenado
el pequeño comedor. Tendieron sobre la mesa el gastado mantel navideño
estampado con hojas de muérdago y armaron el pesebre con viejos y cascados
muñequitos de yeso, entre los cuales, ¡ay!, estaba yo en mi clásica e
insoportable réplica, con esas ridículas alas y bucles rubios que jamás tuvimos
los ángeles.
─Gracias por haberme perdonado─ le
dijo Ernesto a Gaby.
─Estuve muy triste lejos de casa. Si
supieras cuanto deseaba que me buscaras y te disculparas conmigo.
─Bueno, eso ya pasó. Ahora estamos
otra vez juntos.
─¿Supiste algo de Nancy?
Ernesto se puso serio y bajó la
mirada.
─No, tampoco la busqué, quién sabe
dónde anda…
─Pobrecita… la extraño y la quiero a
pesar de todo. Pero ella es libre de elegir su vida.
Se habían sentado a la mesa cuando
oyeron un taconeo lento y vacilante en la vereda, un corto silencio y luego
unos golpecitos tímidos en la puerta.
─¿Quién será? ─dijo Ernesto
levantándose de la mesa.
Entreabrió la puerta con precaución y
vio a una mujer joven con un bebé en brazos. Al primer vistazo no la reconoció.
─Hola papá… ¿cómo estás?
─¡Nancy!
─Feliz Nochebuena… ¿Puedo… puedo
volver a casa?
─Por supuesto, hija… ¡Gaby, es Nancy!
Gaby corrió a la puerta y se abrazó
con su hija.
─¿Y este hermoso bebé, es nuestro
nieto?
─Sí, se llama Ernesto, como su abuelo
─dijo Nancy sonriendo con alivio por la cálida y para ella inesperada acogida
que le daban sus padres.
─Pasá, pasá… –atinó a indicarle
Ernesto a su hija─. Esta es tu casa, y nosotros somos tu familia.
Era mi hora de regreso. La
Nochebuena, ya caudalosa e incontenible, se derramaba sobre la ciudad anegando
todos los vacíos de las almas con su tibio y confortante misterio.
La verdadera historia de Papá Noel
Recopilación de leyendas y
hechos históricos
Texto: Enrique Arenz
Papá Noel, el simpático personaje que aman todos los niños del mundo y que
según una antigua leyenda reparte regalos en Navidad desde un trineo volador,
fue un personaje real hace mil seiscientos años. ¡Y fue quien hizo el primer
regalo navideño de la historia!
Trescientos años después de Cristo,
en la ciudad de Mira (donde actualmente está Turquía), un anciano llamado
Teófilo estaba desesperado. En su juventud había sido un distinguido caballero
que prestó honoríficos servicios al Estado, pero por su honradez terminó
olvidado y en la mayor pobreza.
A causa de su situación no podía
casar a ninguna de sus tres hijas. Eran épocas en que ninguna mujer se casaba
si su padre no disponía de cierta cantidad de dinero para entregar como dote al
futuro marido. Teófilo sabía que a su muerte sus hijas quedarían desamparadas.
De estos avatares se enteró el obispo
de la ciudad de Mira, llamado Nicolás.
Nicolás era un obispo muy querido por
su bondad y humildad. Decidió ayudar a Teófilo, pero de manera anónima, de
acuerdo con lo que él siempre predicaba: “Las obras de caridad no deben darse a
conocer”.
Al acercarse la Navidad, el obispo
vio la ocasión ideal para materializar su ayuda. En una de sus homilías, habló
acerca de los milagros de Navidad y recomendó a los fieles que oraran y
pidieran ayuda a Jesús. Teófilo y sus tres hijas, que estaban como siempre en
la misa dominical, cumplieron con la recomendación.
En la noche de la Navidad del año
317, el obispo Nicolás se acercó sigilosamente a la vivienda del anciano y
arrojó por una ventanita una pequeña bolsa con monedas de oro.
Nicolás acababa de hacer el primer
regalo de Navidad.
Teófilo y sus hijas no lo podían
creer. Corrieron a ver al obispo para anunciarle que se había producido el
milagro de Navidad que habían pedido. Seis meses después, Teófilo casó a su
hija mayor.
Al año siguiente Teófilo y sus hijas
oraron por otro milagro de Navidad y Nicolás repitió su anónimo acto de
caridad. El anciano pudo casar a su segunda hija.
Teófilo estaba feliz e intrigado al
mismo tiempo. Sabía que se trataba de un milagro, pero, se preguntaba, ¿quién
era el encargado de realizarlo? ¿Acaso un mensajero celeste? Comentó el suceso
con sus vecinos y por ellos vino a enterarse de que otros hechos similares e
igualmente misteriosos habían beneficiado en Navidad a personas necesitadas.
El viejo hidalgo no se quedó
tranquilo. Estaba convencido de que en la próxima Navidad se repetiría el
milagro en beneficio de su tercera hija, y como era un hombre agradecido quería
saber a quién debía expresar su gratitud por tanta bondad. Cuando llegó la
noche de Navidad se quedó espiando y sorprendió al obispo de larga barba blanca
que desmontó de su burro frente a su casa, se acercó a la ventanita y arrojó la
bolsita con las monedas de oro.
Teófilo, conmovido hasta las
lágrimas, cayó de rodillas ante su benefactor y besó sus manos.
―Venerable padre… ¡usted…!
─Me has descubierto, Teófilo ─dijo
riendo el obispo mientras ayudaba al anciano a ponerse de pie─. No digas nada.
Prométeme que guardarás el secreto.
─Pero venerable padre, ¿por qué?
─balbuceó Teófilo─ ¿Por qué se desprende usted de su dinero para ayudarme?
El obispo sonrió, besó al anciano y
le dijo simplemente:
─Porque hoy es Navidad.
Según cuenta la leyenda, el secreto
no pudo guardarse y Nicolás dedicó el resto de su vida a llevar obsequios a los
niños y a los pobres cada día de Navidad.
El obispo falleció el 6 de diciembre
del año 345, y sus restos fueron sepultados en la ciudad de Mira. Pero cuando
en 1087 esta ciudad cayó en manos de los musulmanes, un grupo de cincuenta
marineros italianos devotos del santo a quien atribuían famosos milagros a
favor de los náufragos y marineros en peligro (de hecho San Nicolás es el santo
patrono de los navegantes), desembarcaron en Mira, tomaron por asalto la tumba
de Nicolás y se llevaron sus huesos al pueblo italiano de Bari, donde erigieron
en su honor una de las más bellas iglesias de la cristiandad. Desde entonces se
lo conoce en el santoral como San Nicolás de Bari. Se le atribuye haber hecho
en vida y después de muerto milagros portentosos, y se dice que tenía la
facultad sobrenatural de hacerse ver en varios lugares al mismo tiempo. Aunque
mucho de esto es leyenda no reconocida por la Iglesia Católica.
Si bien fue muy amado en su tiempo,
lo curioso es que a pesar de ser un santo secundario en la constelación de las
grandes personalidades de la Iglesia, su popularidad fue aumentando con los
siglos. Miles de templos en todo el mundo llevan su nombre. Solamente en
Inglaterra hay más de cuatrocientos.
Desde el siglo IV la imagen de
este santo quedó indisolublemente unida a la tradición navideña. Las primeras
leyendas sobre Nicolás vienen de Holanda. Lo muestran montado en un burro o un
caballo repartiendo regalos a los niños el día de San Nicolás de Bari. Esta
fecha se trasladó más tarde a la noche de Navidad.
La tradición Holandesa cruzó el
Atlántico en 1621 y fue llevada a la isla de Manhattan (Nueva York) por
los primeros colonos holandeses que se establecieron allí.
Ya entonces lo llamaban Sinterklaas,
que en neerlandés quiere decir “San Nicolás. La imagen que los colonos tenían
del “Santa” de esos días era la de un obispo adusto, serio, alto, delgado,
anciano y de larguísima barba blanca.
Washington
Irving, escritor neoyorquino
Fue un escritor neoyorquino,
Washington Irving, quien, en 1809, desacralizó la figura solemne de un obispo
con su mitra y báculo pascual y describió a Santa Claus como un anciano de baja
estatura, más bien gordito y panzón, muy simpático y risueño, vestido de rojo,
y montado en un trineo tirado por ocho alces voladores. En sus Historias
de Nueva York, Irving traza la imagen moderna de Papá Noel y hasta les pone
nombre a cada uno de los alces. El alce guía se llama Rodolfo. Otros se llaman:
Donner, Blitzen, Dancer, Prancer, etc. Hasta el día de hoy se suelen filmar
películas de Papá Noel donde es protagonista alguno de los alces de Santa con
el nombre que le dio este escritor de prolífica imaginación.
Charles W. Jones, uno de los
estudiosos más serios de la vida del auténtico San Nicolás de Bari,
escribió en octubre de 1954 en el New York Historial Socity Quaterly
Bulletin: “Sin Washington Irving no hubiera habido Santa Claus. Santa Claus
fue inventado por Washington Irving”.
La imagen definitiva de Santa Claus
la trazó el dibujante norteamericano Habdon Sundblom para la publicidad de Coca
Cola entre los años 1933 y 1966, época
relativamente muy reciente en comparación con el mito extendido por más de un
milenio. De ahí viene tal vez el prejuicio de considerar a Papá Noel como un
ícono comercial destinado a vender productos en el mundo capitalista.
Pero no es así. Papá Noel no fue una
invención frívola surgida de los gabinetes publicitarios de la sociedad de
consumo. Él existió, y encarnó por primera vez el espíritu de la Navidad apenas
tres siglos después del Nacimiento de Jesús.
San Nicolás de Bari fue el primer
cristiano que asoció la Navidad con el generoso gesto de dar a nuestros
semejantes. Se puede decir que este santo fue virtualmente el “inventor” del
regalo navideño. Por eso es comprensible y justo que la humanidad, a través de
los siglos, haya tejido, en su honor esta bellísima, tierna e imperecedera
leyenda.
Mágico regalo navideño
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
Su abuelo le
había regalado una caja de madera vistosamente trabajada. “Esta caja es mágica
─le dijo, ya casi sin aliento─, no la abras hasta que sea Nochebuena, pero no
cualquier Nochebuena, sino una que va a ser muy especial”.
El anciano murió días después, y Martín, de tan sólo
siete años, fue llevado a un hogar sustituto. Un día, cansado de oscuras
iniquidades, agarró la caja del abuelo y se escapó. Ahora tenía nueve años y
era un chico más de la calle. Vagabundeaba por la ciudad, recogía sobras de
comida en los restaurantes y juntaba cartones y latitas para vender.
A la escuela llegó a ir muy poco, pero los consejos de su
abuelo suplieron la educación que no tuvo: “Nunca robes, nunca te drogues,
nunca ofendas al buen Dios con actos malos”. Y era tal el respeto, la
veneración, que sentía por el abuelo, que se había jurado no hacer jamás cosa
alguna que aquél desaprobara. Pero la calle no paga nobleza: los otros chicos
lo marginaron y debió vivir solitariamente.
Dormía bajo el puente de una autopista, en el reparo de
un ángulo formado por dos anchas columnas de hormigón. Su única compañía era un
perro de edad indefinida que se le unió el mismo día que saltó el paredón, como
si lo hubiera estado esperando en esa vereda. Era un animalito cariñoso al que
llamó Noche por su pelaje renegrido y por el rasgo siberiano de sus increíbles
ojos celestes, dos luminarias de inteligencia que jugueteaban sobre esa tierna
nocturnancia. No se apartaba de Martín, y más de una vez lo defendió de
grandulones pendencieros a quienes enfrentó con gruñidos intimidantes.
En ese refugio secreto, Martín tenía una colchoneta
mugrienta y un par de frazadas que debía acomodar para que sus agujeros no
coincidieran. En las noches frías el perro se acurrucaba junto a él para
proporcionarle calor. Varias cajas de embalaje cortaban el viento y hacían las
veces de armario donde Martín acomodaba sus modestas pertenencias y las pocas
ropitas que le daban algunas buenas personas. Debajo de todas esas cosas,
cuidadosamente envuelta, conservaba la caja del abuelo, ilusionado siempre en
que llegara el momento de abrirla.
La Navidad estaba
próxima, y Martín lo sabía porque había visto los adornos en las vidrieras y
escuchado los villancicos que difundían las disquerías del centro, pero no
tenía la menor idea de cuándo era la Nochebuena.
La fiebre fuerte lo sorprendió durmiendo. Se despertó
tiritando, agitado, con fuertes mareos y sequedad pegajosa en la boca. Hacía
días que venía decaído, pero ahora se sentía tan enfermo que se convenció de
que iba a morir.
“Si voy a morir, tengo que abrir la caja ─pensó
lúcidamente en medio del aturdimiento de la fiebre─. ¿Será hoy la Nochebuena?
Sí, seguro, porque los autos que pasan por arriba van como más apurados”.
Con esfuerzo se arrodilló, encendió un farol de querosén,
desenvolvió la caja mágica y buscó bajo su remera la llave enhebrada en la
correíta del crucifijo, mientras el piso le daba vueltas y la autopista
ondulaba como una cinta de papel.
La caja gimió al abrirse y un suave olor achocolatado del
tabaco del abuelo lo acarició dulcemente. Martín esperaba algo extraordinario,
tal vez luces de colores y estrellas saltarinas, un mundo fantástico encerrado
en una verdadera caja mágica. ¿Y qué encontró? Para su desencanto, tan sólo un
pequeño muñeco tallado en madera, un hombrecito de rostro bonachón que tenía
sus manos extendidas hacia él. Sus zapatones descansaban sobre un pedestal que
ostentaba, escrito en relieve, un nombre raro que a Martín le costó deletrear:
“Tallderín”.
Desilusionado, levantó el muñeco y lo observó con
desdeñosa curiosidad. Algún detalle impreciso en esa carita le recordaba algo,
pero sintiéndose incapaz ya de pensar y de mantenerse erguido, apoyó a
Tallderín en el suelo y se dejó caer sobre la colchoneta.
Los delirios de la fiebre lo vapulearon.
Ve a su abuelo, hábil tallista, esculpiendo santos y
ángeles en madera; las velas siempre encendidas, el humo dulzón de la pipa que
se mezcla con el aroma de los sahumerios; se contempla a sí mismo yendo
despreocupado a la escuela, pero al regresar termina bajo el puente de la
autopista. Se angustia porque no quiere volver a estar solo, pero enseguida
aparecen el abuelo y su perro Noche. ¡Qué suerte, todo fue un mal sueño! Está
otra vez acostado en su cuartito sin ventana, escuchando al abuelo que repuja
sus imaginerías. Pero de pronto todo se pone lúgubre: ve una y otra vez al
anciano agonizante que intenta hablarle, que se esfuerza por respirar una vez
más para decirle algo, pero no puede, queda inmóvil y lo sigue mirando. Allí
están los señores que fueron a llevárselo; los vecinos, que murmuran en la
puerta de la casa. Ahora está en el Hogar adonde lo manda el juez… ¡Horrible
lugar! Huye de esos juegos que no comprende pero que le causan temor y
repugnancia. Las visiones se precipitan, se hacen aterradoras, insoportables.
Hasta que lo acuna la levedad, el piadoso aletargamiento.
* * *
Despertó en una habitación muy iluminada, en una cama
alta con sábanas limpias y una almohada blandita y perfumada. Una señora de
blanco lo miró sonriente y exclamó:
─¡Pero qué bien! Nos hemos despertado.
─¿Dónde estoy?
─Estás en un sanatorio. Estuviste muy enfermito, yo soy
la doctora que te atendió. Un señor te encontró y te trajo aquí. Ya lo vas a
conocer, él se hizo cargo de todo. ¿Cómo te llamás?
─Martín, señora, Martín Anzábal.
─Yo soy Clara ─se presentó la médica, y le explicó que lo
habían encontrado deshidratado y muy débil─. Ah, Martín, ahí está tu cajita.
Estabas abrazado a ella cuando te trajeron.
Martín preguntó por el muñequito.
La doctora le contestó que no había visto ningún
muñequito, y que la caja estaba cerrada con llave.
Martín se tocó el pecho y lo alivió sentir el contorno de
la llave bajo el pijama. Quiso saber dónde estaba su perro Noche, pero nadie en
el sanatorio había oído hablar del animalito, aunque, para tranquilizarlo,
Clara le prometió que lo buscarían. Comió con avidez lo que le sirvieron y
volvió a dormirse.
A la mañana siguiente, no bien hubo desayunado, llegó un
hombre joven de aspecto muy agradable.
─Hola Martín.
─Hola… ¿quién es usted?
─Me llamo Diego. Soy la persona que te trajo aquí.
Martín lo miró con timidez.
─Gracias, señor, pero ¿cómo me encontró?
Diego acercó una silla.
─Mirá, es difícil de explicar, alguien me paró en la
autopista, poco antes de llegar al puentecito, y me dijo que debajo había un
chiquito muy enfermo. No me preguntes por qué me detuve en medio de la noche ni
por qué accedí a lo que me pedía ese desconocido. No lo sé, pero ese hombre
tenía una mirada tan… apacible, qué sé yo, sentí que podía confiar en él. Me
llevó hasta donde vos estabas, me ayudó a cargarte en el auto, y después…
simplemente desapareció.
Martín quedó pensativo. Luego preguntó:
─¿Era Nochebuena cuando me encontró?
─No, Martín, faltan cuatro días para Nochebuena. Si para
entonces te ponés bien, estás invitado a mi casa.
Convaleciente, con ropa y zapatillas nuevas y el pelito
corto, Martín fue llevado por Diego a su casa. Ya había conocido a Belén, la
esposa de Diego, quien lo había visitado a diario y colmado de atenciones y
afecto. No tenían hijos. La noche que rescató a Martín, Diego venía del Centro
de fertilidad, afligido por traerle a Belén nuevamente malas noticias.
No es para asombrarse, entonces, que ese chiquito de la
calle se ganara en pocos días el amor de aquellos dos corazones anhelosos de
hijos soñados que no llegaban. Tampoco nos ha de llamar la atención que
decidieran llevarlo a casa como hijo adoptivo. Una sola cosa opacó el júbilo de
Martín: su mascota no pudo ser hallada.
Esa Nochebuena, ya instalado en una maravillosa
habitación con televisión y computadora, Martín decidió abrir la caja del abuelo
antes de bajar a cenar con su nueva familia, porque esa sí era una Nochebuena
especial, y lo que recordaba de lo sucedido bajo la autopista era tan confuso
que tal vez todo había sido un sueño.
Cuando abrió la caja, la revelación fue sorprendente:
¡los ojos del enigmático hombrecito!, ese fue el detalle impreciso que no pudo
descifrar bajo el puente. Y tras esa sorpresa, una intensa emoción. No
recordaba cuándo había llorado por última vez, pero ahora las lágrimas se
desquitaban. Y en medio de estremecidos sollozos apenas podía articular unas
palabras salidas de su corazón: “Gracias, abuelo, gracias, abuelo”.
Era nomás una figura tallada en madera con olor
achocolatado lo que había en la caja. Y un nombre escrito en relieve que Martín
recordaba muy bien y jamás olvidaría: “Tallderín”.
Pero no se trataba de un hombrecito sino de un perro, un
hermoso perro negro de ojos celestes y mirada apacible.
No quieras estar sola en Navidad
Cuento de Navidad del escritor
argentino Enrique Arenz
Me llamo Camila Ritordo, soy contadora pública. Cuando sucedió lo que voy a
contar yo tenía treinta y cinco años, vivía en Tandil y ejercía mi
profesión en forma independiente.
Mi novio me había dejado después de
diez años de accidentada relación. A los pocos meses falleció mi madre. Quedé
sola.
Pero descubrí que vivir en soledad no
es tan malo para una mujer. Al contrario, es hasta fascinante, siempre que una
se organice y esquive la mortal rutina. Comencé a disfrutar de mi hogar:
cocinaba, invitaba a mis amigas, cambiaba periódicamente la decoración y los
colores de cada ambiente.
Claro, hasta que llegó diciembre.
Aclararé que yo no era una mujer
religiosa (aunque sí, ambiguamente supersticiosa, de esas que encienden velas a
santos no reconocidos y queman sahumerios frente a una estatuilla del Buda),
pero fui educada en una familia católica y, seas o no creyente, la Navidad es
la fiesta en la que todos necesitamos una familia.
Mi primer diciembre en soledad me
trajo melancolía. Hasta que pensé: ¿no será buena idea festejar sola esta
Navidad? Si me quedo en Tandil mis amigos querrán invitarme. Si digo que no,
algunos se pueden ofender, otros murmurarán.
Decidí entonces viajar para esa fecha
a Buenos Aires, la gran ciudad donde es posible estar sola en medio de una
multitud.
El 23 de diciembre me alojé en un
hotel de la avenida Callao. Esa misma mañana reservé mesa para la cena de
Nochebuena en un conocido (y caro) restaurant céntrico.
Por la tarde salí a caminar por el
centro de Buenos Aires, feliz de mi decisión. Hacer algo diferente siempre nos
excita y nos inquieta. Me esperaba una Navidad distinta, no necesariamente una
Navidad con ángeles y sucesos milagrosos, en los que no creía, pero sí una
Navidad para hacer de la soledad un arte superior.
Ah, pero no quieras estar sola en
Navidad.
Caminaba por el centro cuando al
cruzar una plazoleta veo a un chiquito de la calle, muy sucio y míseramente
vestido, sentado en uno de los bancos. Tez blanca, cabello castaño y ojos
claros y tristes, de unos nueve o diez años. Disimuladamente le tomé una foto
con mi celular porque era la imagen del desamparo y la desolación. Y no pensaba
hacer otra cosa, pero al pasar frente a él, me miró con sus ojazos
infinitamente tiernos y me pidió con timidez si le podía dar algunas monedas
para comer.
Me partió el alma su humildad, su
vocecita casi inaudible, su cuerpito flacuchento. Me detuve y me senté a su
lado. Se llamaba Ariel. Con renuencia me comentó que no tenía a nadie, que sus
padres lo habían abandonado, que a veces dormía con una tía en una villa de
Avellaneda, pero que sólo podía quedarse unos pocos días porque la anciana
empezaba a molestarse y lo echaba. Se notaba que no quería hablar de su
familia, y sospeché que no estaba siendo sincero.
─Vení, Ariel, vamos a tomar un café
con leche y después me seguís contando.
El chico, pobrecito, no tenía la
traza para entrar en una confitería elegante, así que elegí un barcito
modesto, con poca gente, sin espejos ni sillas tapizadas y le hice servir un
café con leche con un tostado de jamón y queso y algunas medialunas.
Mientras saciaba su apetito atrasado
Ariel me contó que había abandonado la escuela el año anterior, que sabía leer
y escribir muy bien y que le gustaría volver a estudiar.
Como me dijo que dormía en la calle
no se me ocurrió otra cosa que llevarlo conmigo al hotel. Pedí hablar con el
gerente, me dijeron que no estaba, entonces, con una actitud resuelta que no
admitía réplica, le hice saber al conserje que hasta que pudiera hablar con el
gerente el niño ocuparía la segunda cama de mi habitación. Y antes de que el
empleado pudiera abrir la boca yo ya estaba en el ascensor con Ariel. Sí, una
locura, ya lo sé, dejen que les siga contando.
Preparé la ducha y le pedí que se
bañara mientras yo salía a comprarle ropa y calzado. Volví enseguida con tres
remeritas, una bermuda, un vaquero, calzoncillos, un buzo liviano, una campera
tipo chalequito, medias y zapatillas. Ariel, envuelto en la toalla, estaba
recostado en su cama mirando la televisión. Aprobó complacido lo que le compré,
eligió lo que se pondría y fue a vestirse al baño.
Luego le corté las uñas de las manos
y los pies y lo llevé a una peluquería. Lo vieran aseado y con el pelo corto:
era un chico hermosísimo y lleno de encanto.
Esa noche fuimos a comer hamburguesas
y papas fritas y regresamos al hotel temprano porque Ariel estaba agotado y se
le cerraban los ojos.
Yo casi no dormí. Por un lado estaba
feliz de haber ayudado a ese chico, pero por el otro me preocupaban las
posibles consecuencias legales de haber alojado conmigo a un menor de edad.
Esto podía acarrearme hasta una acusación de pedofilia. El sentido común me
recriminaba: “Camila, debiste seguir de largo”; pero mi intuición femenina
sentenció: “Pase lo que pase, hiciste lo correcto”.
Bien, hice lo correcto, ¿pero qué
haré con el pequeño cuando el 26 yo deba regresar a Tandil? No voy a dejarlo
otra vez en la calle ni a entregarlo a las autoridades. Por otra parte,
llevármelo conmigo a Tandil era ilegal, casi un secuestro. Sentí incertidumbre
y un poco de miedo, pero me di ánimos diciéndome que lo que pudiera ocurrirme
tendrá su recompensa en la acción misma. ¿Acaso mi novio no me había dicho
cuando me dejó que yo era un dechado de virtudes? Y yo le creí, por eso lo
perdoné. Esa iba a ser mi Navidad diferente, y, lo más inesperado, una Navidad
en la que no iba a estar sola.
El 24 por la mañana llamé al
restaurant para ampliar la reservación. Esa noche llegamos en un taxi poco
antes de las once. Me esperaba una sorpresa: las mesas habían sido unidas en
largas hileras, de manera que todos los comensales participaríamos un poco
“familiarmente” en el festejo de la Nochebuena. Seguramente el propósito era
que entraran más clientes, pero la idea no me pareció mala: familias y parejas
participaban de un clima de regocijo compartido.
Nos tocó la última mesa de una de las
filas del medio. Ariel y yo nos sentamos uno frente al otro. Quedaba un
cubierto libre en la cabecera. No tardó en ocuparlo un hombre de unos cuarenta
años que nos saludó con mucha cortesía, consultó la carta e hizo el pedido al
mozo.
Fue inevitable que iniciáramos una
conversación formal. Se llamaba Marcos, era abogado especializado (anoten esta
coincidencia) en derecho de familia, y estaba solo porque se había divorciado
hacía menos de un año.
Hubo “onda”, como dicen los chicos, y
confieso que no pude frenar mi deseo de agradar. Aunque yo me declaré soltera,
él debió suponer que Ariel era mi hijo.
Me sorprendió que fuera Ariel quien
más entusiastamente conversara con Marcos. Dio la casualidad de que los dos
eran de Racing, el club de Avellaneda. Descubrí con satisfacción que Marcos era
uno de esos pocos hombres que saben conversar con un niño poniéndose a su
altura y respetando sus opiniones como si fuese una persona mayor. Se mostró
asombrado por los conocimientos futbolísticos de Ariel.
─Así que ustedes son de
Avellaneda…─comentó.
─No, yo vivo en Tandil ─aclaré, y
sentí que me ponía colorada.
─Cómo… ─dijo Marcos, y lo miró a
Ariel.
─Bueno, esa es una larga historia.
Comenzaron a servir la comida. Ariel
se levantó para ir al baño. Aproveché esa breve ausencia para poner al tanto a
Marcos de mi encuentro casual con Ariel y mi audaz gesto de llevármelo conmigo.
Marcos se mostró inicialmente
desconcertado pero enseguida dijo que admiraba mi actitud y me ofreció sus
servicios profesionales si acaso yo pensaba solicitar la tenencia del chico o
bien llegara a tener problemas legales por lo que había hecho. Y me dio su
tarjeta profesional.
─Desde ya te aclaro, no te voy a
cobrar ni siquiera los gastos. Has tenido un impulso de gran generosidad al
ayudar a un chico desconocido sin pensar en las consecuencias a que te
exponías. Eso es ser buena persona y tener coraje. Quiero que me dejes
contribuir para que tu buena obra tenga un final feliz. Yo tuve un hijo de la
edad de Ariel… falleció hace dos años.
─Marcos… ¿cómo ocurrió eso?
─Un accidente. Se ahogó en la piscina
de casa.
─¡Por Dios!
─La culpa fue mía, mi esposa no
estaba en casa. Me descuidé un segundo y… ─su voz se estranguló.
─Marcos, eso debió ser espantoso.
─Me cuesta sobrellevarlo. Luego de
esa desgracia nuestro matrimonio naufragó, ella nunca me lo perdonó y yo la
entiendo. Pero dejemos los pensamientos tristes que hoy es Nochebuena.
Ariel regresó y empezamos a comer.
Conversamos los tres como si nos conociéramos de toda la vida. Yo te confieso
que estaba encandilada con Marcos. Tuve una serie de misteriosos estímulos que
se condensaron en forma de violenta simpatía. Todas las mujeres buscamos el
hombre distinto, bondadoso, educado, sensible, respetuoso y simpático, y cuando
creemos que lo hemos encontrado, nos enamoremos, aunque después venga el
desencanto. Su vivo interés por Ariel (ahora más comprensible para mí porque
era evidente que le recordaba a su hijo muerto) y su sincero ofrecimiento de
asistencia legal me conmovieron y me hicieron sentir segura y protegida.
Marcos resultó ser muy creyente.
Cuando yo le confesé mi agnosticismo, le restó importancia: “A veces parece que
la fe nos abandona, sobre todo cuando nos ocurren sucesos ingratos, pero un día
algo nos muestra que Dios está siempre a nuestro lado y que jamás nos abandona.
Porque, te aseguro Camila, cuando Dios quiere hablarte sabe cómo hacerse
escuchar”.
Marcos le contó a Ariel lo de su
hijo, pero en un tono sereno que no le generó angustia. Le dijo que lo extrañaba
mucho, que esa era la primera Navidad que se animaba a festejar desde entonces
y aseguró que esa noche, gracias a nuestra compañía, había vuelto a tener paz.
─Te aseguro, Camila, que en este
encuentro hay algo sobrenatural. Aunque vos seas escéptica ─rió al hacer esta
última acotación─. Fijate si no: a mí me llevaron a otra mesa. Como estaba en
un lugar de mucho tránsito, pedí que me cambiaran. Cuando me trajeron para este
sector me ofrecieron la última mesa de aquella fila, ahí donde está ese señor
calvo. Me iba a sentar y en ese momento lo vi a Ariel, que justo se dio vuelta,
cruzamos una mirada, no sé si vos te diste cuenta…
─Sí ─contestó Ariel con sorprendente
seguridad.
─Bueno, te vi a vos, vi este asiento
libre y se lo pedí al mozo. Parecería que algo me hizo atravesar todo el salón
para unirme a ustedes.
Se acercaba la medianoche. Marcos
había pedido una botella de champaña para los dos y Coca Cola para Ariel.
Cuando dieron las doce todos levantamos la copa en un brindis colectivo
mientras golpeteábamos las botellas con las cucharitas del postre en un ruidoso
tintineo.
Cuando brindamos entre nosotros y nos
deseamos feliz Navidad, Ariel volvió a sorprendernos. Se paró, le dio un beso a
Marcos, rodeó la mesa y vino hacia mí. Me abrazó y me dijo al oído: “Muchas
gracias, Camila, nunca voy a olvidar lo que hiciste por mí”. Me conmovió de tal
manera que lo abracé y me puse tontamente a llorar. Cuántas emociones juntas
estallaron en ese momento de ternura. Vi que Marcos, emocionado por la escena y
seguramente recordando otras navidades en que había tenido una feliz familia a
su lado, se secaba sus ojos con un pañuelo.
A las dos de la mañana Marcos nos
llevó en su auto hasta el hotel. Quedamos en que él pasaría a buscarnos antes
del mediodía para llevarnos a almorzar.
Ariel estaba muy feliz, dijo que
Marcos le encantaba y que yo era la mujer más buena del mundo.
Lo abracé otra vez, me dijo que me
quería y nos acostamos. Yo flotaba sobre una nube: me habían ocurrido muchas
cosas hermosas en esa Nochebuena. Me dormí en el acto, ya sin preocupaciones ni
ansiedades.
A la mañana siguiente me desperté
tarde. Ariel no estaba en la habitación y su cama aparecía tendida como si
nadie hubiera dormido en ella. Sobre la almohada había una nota.
A las once Marcos entró en la
recepción del hotel. Yo temblaba y debía de estar pálida. Me miró serio y me
preguntó qué había sucedido. Sin decir una palabra le alcancé la nota de Ariel.
Él la leyó en voz alta:
“Tuve hambre y me alimentaste, tuve
sed y me diste de beber, me sentí solo y
abandonado y me diste tu amorosa
compañía sin dudarlo.
Porque lo hiciste por el más desvalido de mis pequeños,
lo hiciste por
mí”.
En el hotel me facturaron habitación single.
Cuando aclaré que debían cobrarme doble, me miraron raro y me dijeron: “Si
usted fue la única huésped…” Instintivamente busqué en mi celular la fotografía
que le había tomado a Ariel en la plazoleta: sólo apareció un banco vacío.
Han pasado dos años desde aquellos
acontecimientos Marcos y yo nos casamos y hoy tenemos un bebé que se llama
Ariel, y otro en camino.
Marcos tenía razón: cuando Dios
quiere hablarnos, sabe cómo hacerse escuchar.
Dios nació en una villa
Cuento de Navidad del escritor argentino Enrique Arenz
El 24 de
diciembre del año 2012, a eso de las diez de la noche, Raquel bajó cambiada y
maquillada al comedor de su casa para celebrar la Nochebuena. Lo primero que
vio desde la escalera fueron las llamitas de las velas del centro de mesa que
ella por precaución había dejado apagadas.
Pero no nos adelantemos: esta historia comenzó con un mail
que la misma Raquel, viuda de Reinaldo Ansaldi, un queridísimo amigo mío
fallecido dos años antes, me había escrito el 4 de agosto.
«Esta madrugada me desperté a la 5.30 y quedé desvelada ─me contaba en ese mensaje─. Me levanté a
tomar media taza de café con leche, volví a la cama y prendí la radio.
Eran
casi las 6. Me dormí enseguida. Tuve algunos sueños raros… Y de pronto me
despierto y veo que Reinaldo está acostado a mi lado. No me asusté, más bien me
sorprendí gratamente.
«Me estaba mirando con el gesto amoroso que le era
característico y se reía. Se lo veía feliz. Nos abrazamos, lo miré largamente
a los ojos y le dije: Sabés, que te extraño mucho, ¿no? Él asintió con la
cabeza, y volvimos a abrazarnos. Entonces le murmuré al oído: gracias por
este regalo.
«(…)
«Ahora él está parado junto a la cama y busca algo en su
billetera, mientras me dice: te dejé papelitos… Pienso, ¿alguna nota, quizás? Y
me desperté, esta vez de verdad.
«Ya camino de la oficina, me inquietaba que el sueño
hubiera sido tan real. Si hasta por momentos sentía que lo había dejado a
Reinaldo en casa.
«Cuando regresé por la tarde fui directamente a revisar
lo que yo llamo su cajita, un cofre donde guardo todas sus cosas pequeñas,
anteojos, billetera, licencia de conducir, diferentes credenciales y
documentos. No lo creerás, pero yo estaba buscando ansiosamente esos papelitos
que Reinaldo dijo haberme dejado, pero no encontré nada.
«Ha pasado una semana y aún trato averiguar qué significa
lo que soñé, si es que tiene algún significado. ¿Fue un simple sueño o
Reinaldo está tratando de decirme algo? Decidí contártelo porque a lo mejor te
inspira para escribir algún cuento de Navidad. Un abrazo, Raquel»
Debo decir ante todo que Raquel y Reinaldo fueron
apasionados pesebristas. Eran de esos raros creyentes que ocupan todo su tiempo
libre en tallar y pintar figuras y producir diferentes modelos de grutas y
casitas de Belén, combinando luces y colores en la búsqueda de efectos
novedosos que realcen el mensaje de la Navidad. Se habían conocido en la
Hermandad del Santo Pesebre, que funciona desde hace muchísimos años en la
Parroquia Madre Admirable de Buenos Aires.
Cinco felices años trabajaron juntos Raquel y Reinaldo en
su taller de arte pesebrístico, verdadero santuario que habían construido en el
fondo de su casa. Hasta que la muerte, silenciosa y artera, cayó como un rayo
aniquilador. Él tenía cuarenta y dos años; ella, treinta y cinco.
Raquel pareció morir con Reinaldo, pero al tiempo logró
reanudar su vida habitual, regresó a su empleo, volvió a salir con amigas y
viajó mucho, pero tengo para mí que algún rencor oculto le impidió volver al
pesebrismo.
Contesté el mail de Raquel con una promesa de
cortesía: intentaría escribir algo con ese sueño. Pronto me olvidé del asunto.
Hasta que una noche, estando yo dormido, mi mujer me
sacude y me dice: Enrique, estás gritando ¿te pasa algo, tuviste una pesadilla?
¿Eh? No… no soñaba nada, ¿qué decía? Repetías: ¡el pesebre, el pesebre!
¿El pesebre…?
Unos días después tengo un sueño muy nítido en el que
aparezco metido en el sueño de Raquel. Allí están los dos en la cama
matrimonial, y yo sentado en una silla como haciendo de observador o testigo.
Reinaldo le dice a Raquel: «Te dejé papelitos». Era lo que ella me había
contado, pero a continuación, lo novedoso: «Tenés que hacerlo antes de la
próxima Navidad».
Fue mi intuición, o tal vez deberíamos llamarlo
percepción, o, si lo prefieren, pura y simple imaginación de escritor, lo que
me hizo telefonear a Raquel para preguntarle si había pasado por el taller. Me
contestó que no, que desde que Reinaldo falleció nunca se había atrevido a
entrar en ese recinto tan cargado de recuerdos y emociones. Entonces le dije
casi imperativamente: andá y buscá entre los bocetos de pesebres que pudo haber
guardado Reinaldo, y después me llamás.
Acerté. En una gran cajonera donde se guardaban bocetos y
dibujos Raquel encontró una carpeta en la que Reinaldo había dejado planos y
descripciones de un enorme e innovador pesebre en el que había trabajado
secretamente para sorprenderla. ¡Estos son los papelitos que él quería que
viera!, exclamó excitada. ¿Qué opinas, Enrique?
Mi respuesta fue inmediata: Sí, seguramente, y él te está
pidiendo que construyas ese pesebre para esta Navidad porque no quiere que
abandones el pesebrismo. Tenés que ponerte a trabajar ya mismo.
Aceptó mi consejo y me confesó que cuando abrió la puerta
del taller y percibió el olor concentrado de resinas y solventes y vio las
imágenes a medio tallar que Reinaldo había dejado sobre una de las mesas de
trabajo, se echo a llorar desconsolada, pero que al encontrar los bocetos su
tristeza se transformó en alegría: ¡Reinaldo había logrado comunicarse con
ella! Y presentía que habría otros contactos.
El pesebre era originalísimo: consistía en la
reproducción de un amplio sector de la Villa 31 porteña, vista desde la avenida
Libertador, con sus callecitas caóticas, sus viviendas amontonadas, algunas de
varios pisos y otras pintadas de diferentes colores, muchos desniveles, ropa
tendida por todos lados, cables de luz colgando descuidadamente y la autopista
Illia que le pasa por arriba y el tren que cruza la autopista por debajo y
bordea el asentamiento casi rozando las últimas casuchas. En el medio, una casa
de ladrillos rústicos con techo de chapas que se prolonga hacia adelante
formando un precario cobertizo, y debajo, el Santo Retablo.
Un cochecito de bebé con las ruedas destartaladas hace
las veces de sagrada Cuna. María y José están representados por dos inmigrantes
de naciones limítrofes: ella, boliviana, con largas trenzas negras, un vestido
largo marrón, chal multicolor y el clásico sombrerito bombín; él, paraguayo,
con sombrero de paja encintado, camisa blanca con bordados coloridos, pañuelo
negro anudado al cuello y faja ancha de tres colores. Chicos y vecinos en
semicírculo miran al niño desde respetuosa distancia. Varios perros callejeros
rodean la cuna. Los tres Magos de Oriente, únicas figuras que conservan sus
vestimentas persas tradicionales como símbolo de universalidad, se abren paso a
pie. Los camellos han quedado paciendo a pocos metros. Las casitas están todas
iluminadas en su interior y sobre el pesebre, la estrella de Belén.
Dos días enteros le llevó a Raquel recorrer comercios
para comprar todos los materiales que necesitaba, incluyendo una locomotora
diesel de hojalata con sus vagones y rieles, y muchos autitos de colección para
poner sobre la autopista, todo con las dimensiones proporcionales al conjunto.
Pidió ayuda a la hermandad, y dos pesebristas
experimentados se ofrecieron para trabajar en su taller. En la primera semana
de diciembre el pesebre estaba terminado y tenía un título: Dios nació en una villa. Fue llevado a una importante exposición internacional donde el jurado le
otorgó el primer premio «por su originalidad, la armonía de sus
componentes y su mensaje de igualdad, tolerancia y hermandad entre
diferentes culturas y nacionalidades».
El 24 de diciembre Raquel tomó la decisión de celebrar su
primera Nochebuena sola. Por la mañana preparó
una cena fría. Luego buscó los
adornos que llevaban dos años guardados en el desván y decoró el comedor de la
casa. Por último, lo más importante: fijó en la pared más iluminada una
ampliación gigante de la fotografía del pesebre. Al caer la noche
encendió el árbol de Navidad, ordenó la vajilla y los cubiertos sobre un
primoroso mantel navideño, sacó de la heladera lo que había cocinado por la
mañana y subió a la planta alta para bañarse y cambiarse. Ya eran las diez de
la noche cuando bajó maquillada y con un elegante vestido nuevo. Primero vio
las velas encendidas, después lo vio a él, de espaldas, contemplando absorto
la fotografía del pesebre.
─¿Te gusta cómo quedó?
─Está bellísimo, mejor de lo que imaginé. Te felicito.
Se abrazaron.
─Cuánto te agradezco que hayas venido.
─Es solamente por esta noche, mañana cuando te despiertes
me habré ido definitivamente.
Se sentaron a la mesa, ella sirvió la comida y él abrió
la botella de champaña. Charlaron y se rieron como en sus buenos tiempos.
Reinaldo le juró que era feliz donde estaba, y fue muy convincente cuando le
explicó que ella tenía el deber de vivir una vida normal, con los proyectos e
ilusiones de toda persona viva, joven y saludable. Raquel se lo prometió y
brindaron por todas las navidades futuras que ella honraría desde su taller de
pesebrista.
Raquel despertó muy cerca del mediodía y lo primero que
hizo fue llamarme por teléfono para desearme feliz Navidad y contarme cómo
había sido lo que ella llamó su milagro de Nochebuena. Nadie más lo supo, sólo
me lo contó a mí.
¿Que si le creí? Claro, ¿por qué no habría de hacerlo?
Pasaron dos años, era hora de escribir ese cuento que le
había prometido.
La Navidad del futuro
Cuento de Navidad del escritor
argentino Enrique Arenz
Me llamo Matute, ladro y ando en cuatro patas. Pero soy algo más, soy un
ángel enviado al futuro para ayudar a una familia que vivirá en el año 2315.
Ah, pero no querrán saber lo que vi en ese futuro
desolador: la gente ya no festeja la Navidad, Dios ha sido olvidado y las
iglesias, transformadas en bingos y centros comerciales.
En una pequeña ciudad sudamericana llamada Catamis
vive una familia que todavía celebra la Navidad, aunque lo hace a escondidas.
Es la familia de Nicanor Valdivares, de 113 años, su esposa Elisa, de 99, sus
dos hijos, de apenas algo más de setenta, sus esposas, tres nietos grandes, y
dos bisnietos pequeños.
Son personas diferentes en un tiempo en que la
uniformidad se impone como valor predominante. Viven en una vieja y espaciosa
casona de ladrillos y tejas cuando todo el mundo lo hace en casas inteligentes
hechas con módulos de plástico que se ensamblan para arriba y para los
costados. Pero como si eso fuera poco, se movilizan en el único auto eléctrico
que se ve por las calles, mientras los catamisenses lo hacen en pequeñas
burbujas voladoras.
Los vecinos les demandan que demuelan la casa de
material y levanten una vivienda modular que no desentone con la identidad
colectiva, y hasta pretenden que cubran con baldosas plásticas el amplio
terreno donde cultivan un parque con rosales y azaleas. Los Valdivares resisten
las presiones y defienden su estilo de vida que los preserva de las acechanzas
de un mundo sombrío en el que arrecian los suicidios, las venganzas, los
enfrentamientos generacionales y el aislamiento paranoico de las personas que
desconfían hasta de sus familiares más cercanos.
Imaginen mi sorpresa cuando el Arcángel me llama y,
sin darme explicaciones, me ordena presentarme en Catamis para la Navidad de
2315 con la misión de ayudar a esa familia. «¿Instrucciones?», atiné a
preguntar; «Tu propia iniciativa», fue la parca respuesta.
Llegué a Catamis el primer domingo de Adviento de
ese año. Y es aquí donde aparecen mis cuatro patas: busqué un perrito vagabundo
que se pareciera a Matute, la mascota de ojos celestes de los Valdivares que
había muerto hacía un año. Encontré un animalito de similares características y
con él me fui trotando hasta la extravagante casa del jardín de rosales y
azaleas. Me eché en el portón de la calle. Cuando salió la esposa de Nicanor la
miré con mis ojos llamativos sin levantar la cabeza del suelo y moví
tímidamente la cola.
─Hola, perrito lindo, qué parecido a nuestro pobre
Matute. ¿Tenés hambre?, vení, pasá, pasá.
Toda la familia me aceptó de inmediato y comenzaron
a llamarme Matute. El 8 de diciembre Elisa subió conmigo al altillo y bajó
varias cajas con arcaicos adornos navideños (similares a los que usan ustedes
ahora). Primero cerró las persianas de las ventanas que daban a la calle, y
luego armó un pequeño pesebre y un pinito de metro y medio con muchos adornos
pero curiosamente sin luces. Había una explicación: Elisa quería evitar que
algo inusual llamara la atención de los transeúntes.
Una noche en que toda la familia se reunió en el
comedor vi la ocasión esperada para iniciar mi plan. Subí sigilosamente al
altillo donde había visto muchas cajas enormes con adornos y luminarias que
alguna vez debieron de estar en el exterior de la casa, mordí suavemente el
enchufe que estaba en el extremo de una larga guirnalda y la arrastré
cuidadosamente por la escalera hasta la planta baja.
—Matute, ¿qué estás haciendo, travieso? ─exclamó el
señor Valdivares sorprendido.
─Miren lo que se trajo este bandido, ¿qué es?
—preguntó Matilde, una de sus nueras.
─Una guirnalda de las muchas que instalaba mi
abuelo en el exterior de esta misma casa. Hay cientos de luces en esas cajas, y
hasta un pesebre con las siluetas de la sagrada Familia en tamaño real. Cuando
yo era chico mi abuelo adornaba todo el frente de esta casa para Navidad, tal
como lo habían hecho sus padres.
Todos quedaron pensativos. Entonces fui hasta
Nicanor y le puse en la mano el enchufe de la guirnalda que subía serpenteante
por la escalera y se perdía en el primer piso. Desconcertado, Nicanor miró la
ficha, me miró a mí y dijo entre risas: «Tenés razón, Matute». Se levantó y
buscó un tomacorriente cercano. Una gran luminosidad multicolor provocó una
exclamación de alegría en los más jóvenes. Yo ladré varias veces y todos
rieron.
─Qué lindo sería poder instalar estas luces en el
jardín para que las vieran todos ─dijo Elisa.
─Sí, me gustaría hacerlo, pero nuestros vecinos no
lo soportarían ─respondió casi avergonzado Nicanor.
Uno de los chicos apagó la luz del comedor y todos
contemplamos extasiados las lucecitas multicolores que ahora habían comenzado a
parpadear creando un ambiente mágico. Yo volví a ladrar insistentemente y todos
me miraron.
El hijo mayor de Nicanor, sin dejar de mirarme a
los ojos, dijo con voz firme:
─Nos discriminan, nos maltratan, ¿por qué tenemos
que hacer lo que ellos quieren? ¿Y si adornamos todo el exterior de la casa
como lo hacía tu abuelo y les demostramos que somos personas libres dispuestas
a expresar nuestras creencias como se nos antoje?
─Sí, ¿por qué no? ─apoyó su hermano─. Ninguna ley
prohíbe iluminar el exterior de una casa.
─Pero estaríamos provocando alguna reacción
violenta… ─reflexionó Nicanor.
Todos permanecieron callados; a Nicanor no se le
escapó que ese silencio era una expresión unánime de desacuerdo. Sonrió, dijo
que está bien, que no sería un cobarde en la vejez, y que a partir del día
siguiente se dedicarían todos a adornar el exterior de la casa.
Por la mañana el viejo y sus dos hijos con la ayuda
entusiasta de los bisnietos fueron bajando todos los adornos del altillo y
extendiéndolos prolijamente sobre el césped.
Siguiendo las instrucciones de Nicanor trabajaron
todo ese día y el siguiente subidos a los techos y trepados a dos escaleras. El
pesebre gigante fue montado cerca del enrejado de la calle e iluminado por dos
potentes reflectores ocultos tras unos arbustos.
Cuando todo estuvo dispuesto y llegó la noche,
Nicanor puso un dedo tembloroso sobre la llave de luz e hizo clic.
En
Catamis rápidamente se corrió la voz de que los raros de los Valdivares
acababan de iluminar y adornar insólitamente toda la fachada de su casa.
La gente comenzó a amontonarse frente al increíble espectáculo mientras ágiles
burbujas lo sobrevolaban en círculos intimidantes. Percibí una fuerte carga de
irritación y agresividad en esa multitud. Temeroso de que mi idea derivara en
algún hecho grave decidí hacer algo extraordinario. Para decirlo con sencillez:
les toqué el corazón a cada uno de aquellos renegados.
Entonces repentinamente todo cambió: las burbujas
descendieron suavemente y los vecinos congregados quedaron muy callados y
tranquilos leyendo como hipnotizados el letrero que los Valdivares habían
colocado al lado del pesebre:
«Un 25 de diciembre, hace 2315 años,
en una
gruta de Belén, nació el niño Jesús,
hijo de Dios hecho hombre que
vino
al mundo para salvarnos»
Todos comenzaron a murmurar entre asombrados y
desconcertados. Algunos ancianos centenarios recordaron lo que significó para
sus infancias la fe y la alegría sencilla de esperar todos los años la Navidad.
Uno tomó la iniciativa de golpear las manos.
Nicanor y sus dos hijos salieron de la casa y se acercaron cautelosos a la
reja. Los vecinos lejos de agredirlos les mostraron su curiosidad por esos
bellos adornos antiguos y les pidieron que les hablaran sobre la Navidad.
Nicanor les explicó lo importante que había sido
para la humanidad la festividad del Nacimiento del Mesías y les dio una
verdadera clase sobre los Evangelios de Lucas y Mateo.
Una vecina le pidió que la ayudara a diseñar
adornos similares con los materiales que se conseguían en ese momento porque
también quería adornar su casa antes del 25 de diciembre. Otros se sumaron
entusiastas y decidieron entre todos que trabajarían en conjunto bajo la
dirección de Nicanor.
Unos días antes de Navidad casi todas las casas de
Catamis fueron decoradas primorosamente con moderna luminotecnia y pesebres de
distintos tamaños. Hasta los políticos del Ayuntamiento, siempre atentos a los
cambios sociales, se apuraron a adornar la calle principal.
La noticia cruzó mares y fronteras y de todo el
mundo vinieron cronistas para cubrir el extraño caso de una ciudad sudamericana
que había vuelto a la vieja y ya olvidada tradición de los festejos navideños.
Me preguntarán si la Navidad volvió a ser popular
en el mundo después de 2315. Lo ignoro porque ahora estoy otra vez en este
tiempo. Pero déjenme advertirles algo: es posible que los hechos que les acabo
de contar nunca sucedan, porque el futuro se rehace todos los días a partir de
las decisiones del presente. Aunque, viendo cómo va el mundo…
Pero, esperen un momento, acaba de ocurrirme algo
inesperado que me devuelve la ilusión de un porvenir en el que la humanidad
jamás se olvide de Dios ni deje de celebrar la Navidad. Si ese futuro deseado
se construye en el presente con la suma de pequeños actos de amor, creo que hoy
tuve un anticipo esperanzador:
Una joven se me acercó, me acarició, me habló
dulcemente, me puso un collar con una correíta ¡y me llevó a su casa!
http://enriquearenz.com.ar/cuentos-de-navidad/
EJERCICIOS DE REPASO PARA 3º ESO.
EJERCICIOS DE REPASO PARA 3º ESO.
1º.- Indica la función sintáctica de los
sintagmas subrayados.
Los alumnos escuchaban atentos las palabras del profesor.
Carlos aterrizó cansado del viaje en avión.
Tu hermana estaba cansada por el esfuerzo.
Estos apuntes son de mi compañero.
El padre se quedó petrificado de la noticia.
Mi hermana es de San Fernando.
El jugador será sancionado por el comité.
Declararon inocente al acusado.
Me acuerdo de aquel pueblo.
Recuerdo aquel pueblo con emoción.
Le di
un beso a Teresa.
Raquel miró en diagonal el artículo.
Le dije en conciencia la verdad a Pablo.
Le dije a Gabriel que viniera pronto.
¿Para qué vamos a comer?
La silla ha sido encolada esta mañana por Luis.
Yo les traigo de su parte los bocadillos.
Tranquilo iba por la calle tu hermano.
A su madre le propuso una tregua.
Contestó nervioso a las preguntas del profesor.
Me gusta bastante fastidiar.
2º .- Realiza el análisis sintáctico de las
siguientes oraciones simples:
.- Ana es muy pesada con los exámenes.
.- Fui a comprar un cartón de leche.
.- Hablamos de mi jefe durante la cena.
.- Los amigos de Juan vinieron agotados de la
montaña.
.- Bajaré a llamar más tarde.
.- El hijo de Manuela tiene los ojos azules.
.- Ahora me acuerdo del nombre de tu hermano.
.- Tengo las piernas cansadas desde esta mañana.
.- Charlamos de cosas importantes.
.- El libro trataba sobre matemáticas puras.
.- El cielo se quedó raso tras las intensas lluvias.
.- Volvimos a limpiar después de la fiesta.
.- Los niños fueron abrigados al colegio.
.- Dejé a la niña en el conservatorio a las siete.
.- Se lo encontró en el portal de su casa.
.- Siempre tienes poco dinero en el bolsillo.
3º.- Subraya las perífrasis e indica de qué tipo son.
.- Viene avisándote
desde hace tiempo.
.- Anda
criticando a todos.
.- En
ese momento se echó a reír.
.- No
grites, que Pedro va a trabajar un rato.
.- Tengo
que comprarme un abrigo
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